La voz

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De los cinco miembros de los Cazadores, sin duda alguna el más mortífero era el Seco. Jaime era de esos tipos que no se tocan el corazón a la hora de quitarle la vida a otra persona; no necesitaba de un gran motivo para deshacerse de alguien si consideraba que este representaba algún problema para él o para la banda. Por algo era el líder, si bien nunca fue erigido como tal. Antes de unirse a la banda había sido una especie de asesino a sueldo.

Su forma de solucionar las cosas era escueta y directa, no se andaba con tantos rodeos. Uno o dos disparos en el órgano correcto y asunto arreglado. No tenía problemas de conciencia y dormía todas las noches como un bebé.

El Sapo quizá no cargaba con tantas muertes en su conciencia, pero, en definitiva, era el tipo más peligroso de la banda. Ojosrojos era más ladrón que asesino. Antes de unirse a la banda, su campo de acción, sobre todo, era el robo de autopartes que vendía a mitad de precio a cierto taller de un viejo conocido.

Amanda, antes de la banda, era una chica amante de las fiestas, que en un principio financiaba vendiendo su cuerpo al mejor postor. Después descubrió que se obtenía mejores réditos aceptando una copa de los candidatos a dormir con ella para luego extraerles la billetera en el momento justo. Si llegó a apuñalar y hasta dar muerte a alguno, fue por mero descuido de ella al dejarse descubrir en el acto.

Bellarosa no tenía necesidad de dinero. Sus padres le dejaron una pequeña fortuna con la que podría costearse la mejor universidad del país y luego conseguir un excelente empleo. Pero el trauma de la violación lo cambió todo. En su interior anidaba un odio exacerbado hacia los hombres y había crecido disfrutando pintándoles la cara de idiotas. No se tocaba el corazón para matar a alguien, siempre y cuando fueran hombres, y siempre que era posible, prefería utilizar un arma blanca a un arma de fuego.

Hasta hacía dos años no se conocían de ninguna manera, a pesar de que los cinco se dedicaban a delinquir. Ahora estaban juntos y juntos seguirían. A ninguno se le había ocurrido que la formación de la banda no era cosa del azar. A nadie se le pasó por la cabeza, ni siquiera fugazmente, que Elliam había previsto su unión con muchos años de antelación.  

Una cosa era cierta: de entre todos, el más peligroso era David, alias El Sapo. Era el más peligroso porque estaba loco, o al menos medio loco. Se le había caído un tornillo desde que era pequeño.

Su padre era un borracho y también estuviera medio loco. No era borracho al casarse con su madre (Elena), cuando ella tenía apenas dieciocho años, así que quizá por eso la muchacha se casó con él. El hombre cayó en el vicio poco después, mientras David era una especie de renacuajo en el vientre de Elena.

Algunos conocidos bromeaban que el padre lo había golpeado cuando era un bebé nonato y que por eso había salido feo. No sabían cuan cerca estaban de la verdad. No en lo de que era feo (bueno, lo era un poco), sino en lo de los golpes.

Desde antes de que naciera David, Jeremías Castillo era ya un gran aficionado a golpear a Elena.

El apellido de soltera de su madre era Jerez. Jeremías y Jerez tenían cierto parecido. Muchas veces, mientras lo acunaba en sus rodillas, después de un par de golpes cortesía del esposo, Elena le contaba entre lágrimas que su padre había utilizado ese parecido entre nombre y apellido para enamorarla. En esos tiempos, cualquier asomo de enamoramiento había caído en el olvido.

Jeremías además de borracho era cruel. Era cruel con su esposa y cruel con su hijo. Era cruel con sus escasos amigos, que también eran crueles y debían estar medio locos para ser amigos de Jere Castillo. En resumen, era cruel con todo.

No tenía cercado el terreno en el que tenía su casita, pero si un perro se metía a la casa, le daba una dosis de veneno y el pobre aparecía muerto e hinchado un día después. A las gallinas las cogía, les quebraba el cuello y ordenaba a su esposa que las asara; le gustaba que gotearan grasa. Y si el dueño reclamaba, gastaba saliva por gusto.

En el caso de Jeremías Castillo y David Castillo pocas veces estuvo mejor dicho lo de “de tal palo tal astilla”.

Cruel el padre. Cruel el hijo. Lo peor era que el hijo disfrutaba demasiado siendo cruel, podría decirse que en esto aventajaba al padre; en crueldad y en inteligencia.

Ya desde pequeño profesaba cierta inclinación por la sangre y el sufrimiento ajeno. Cuando Jeremías daba veneno a los canes, David, que tenía solo seis años, se había aficionado a seguirlos para verlos morir. Si bien al principio únicamente cuando estos no iban muy lejos, pues Elena ponía el grito en el cielo si no lo encontraba cuando lo buscaba.

Byron Chávez vivía a una manzana. Su perro, cuyo nombre David nunca supo, era aficionado a seguir al pequeño siempre que su madre lo mandaba a comprar a la tienda, que quedaba dos casas delante de la de Byron.

Cierto día lo guio a casa; sabía que su padre se encontraba de mal humor. El perro lo siguió juguetón y se detuvo en la esquina del terreno de Jeremías, luego empezó a llorar, negándose a avanzar. David lo llamó de muchas maneras, pero el perro se negaba a cruzar esa línea imaginaria. Era como si supiera que dentro le esperaba la muerte.

El pequeño David era un niño muy listo. Y como todo niño amaba las golosinas, sin embargo, el odio por aquel cachorro era más fuerte. Calculó y se dio cuenta de que bien valía el gasto. Así que abrió la bolsa de Lay’s que traía de la tienda y tiró una papita cerca del perro. El cachorro olisqueó, gimió, movió la cola, como sopesando sus opciones, y luego fue a por la fritura. De allí hasta el interior de la casa solo fue cuestión de fabricar un caminito con el contenido de la bolsa.




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