La primera semana de clases transcurrió normal, en la manera que podía ser normal cuando todavía arrastraban ciertas secuelas y temores de lo vivido días atrás. Los Elegidos (si bien no por algo bueno) poco a poco empezaban a regresar a la rutina diaria.
Incluso los padres empezaron a soltar un poco la correa.
El domingo que siguió a la primera semana de clases, Cristian y Luis consiguieron permiso para visitar el Arroyo. Pasaron buena parte de la mañana zambulléndose en el lugar denominado el Tamarindo y hacia mediodía asaron el producto de la pesca, en su especialidad de “pescado quemado” que les supo de maravilla.
Kate seguía sin permiso para salir, y aunque su padre trabajaba durante el día, ella guardaba las reglas como una niña buena. Desde el viernes 11 no había habido más regaños, ni gestos ceñudos, ni golpes, y ella no quería arruinar esa pequeña tregua que mantenía con su padre. Tenía esperanzas de que todavía fuera posible arreglar lo que durante tantos años estuvo roto.
El miércoles de esa primera semana, Amy mandó a Erick que fuera a comprar algunas cosas al mercado. Todavía no le daba permiso para salir de noche, pero lo utilizaba para los mandados y lo dejaba ir a jugar a las maquinitas en la tienda de doña María, la esposa de don Jere.
Kimberly tampoco tenía permiso para salir, a no ser para ir al colegio. Si bien el sábado acompañó a su madre a Santa Elena para hacer algunas transacciones en un banco que no tenía sucursal en Aguasnieblas y le permitía ir a la librería que estaba a tres manzanas de casa.
De los malhechores la policía solo decía que estaban tras su pista, como suelen hacerlo cuando no tienen idea de quién es el delincuente. A pesar de todo, Aguasnieblas disfrutaba de un lapso de calma inusual.
Algo así como un sopor.
Por alguna razón, Cristian pensó algo similar al despertarse la mañana del domingo 20 de enero. Ya desde antes había notado esa calma sorda que parecía envolver a todo el pueblo, pero aún no lograba definirla. Hasta que ese domingo la palabra “sopor” vino a su mente.
«Eso es ―pensó, abriendo los ojos y mirando el ventilador de techo que no usaba desde principios de noviembre. En esos momentos estaba lleno de polvo y telarañas―. Todo el pueblo parece estar sumergido en una especie de sopor, como si nos hubiesen espolvoreado con alguna droga relajante o algún somnífero.»
Todo el pueblo parecía adormecido.
Lo notaba en los movimientos mecánicos de su padre al arreglarse el nudo de la corbata, en la forma que tomaba su portafolios, hasta en la forma de conducir su viejo Sedán. Lo notaba en el viento uniforme que mecía las flores del jardín, siempre a la misma velocidad, siempre viniendo de la misma dirección. Lo notaba en el caminar de las personas que pasaban frente a su casa, en las que veía cuando iba al colegio, en sus propios compañeros de salón.
Los maestros enseñaban de manera monótona, no hacían aspavientos ni alzaban la voz para recalcar algo. Los alumnos prestaban atención y tomaban notas (como suelen hacerlo en los primeros días de clases, como una especie de victoria simbólica para el profesor antes de revelarse y armar jaleo), pero hasta esto parecía más parsimonioso y aburrido.
Notaba ese sopor en todo el pueblo.
En el dependiente de la farmacia donde fue a comprar unas aspirinas para la jaqueca de su madre; en el vendedor de periódico y su característico pito (que también sonaba apagado) para avisar que se encontraba cerca; en el hombre que pasaba vendiendo gas; en el de la moto que vendía pan de calle en calle; hasta en los sermones del pastor de la iglesia que quedaba a dos cuadras de su casa…
Tras la palabra “sopor” vino a su mente una frase un tanto más trillada “la calma que precede a la tormenta”.
«¿De verdad el pueblo parece adormecido o soy yo quien lo ve todo como en un ensueño?», se preguntó.
Se le ocurrió que era muy probable que todo se le figurara bajo esa luz porque él se la pasaba aburrido, sin más que hacer que ver televisión y rascarse la barriga. Fue por eso que decidió que ese día pediría permiso para salir. A lo mejor no era el mundo el que se encontraba adormilado, sino él quien necesitaba despertar tras su enclaustramiento.
―¡Pero fue allí donde te hicieron tanto daño! ―exclamó su madre cuando le comentó adonde quería ir, durante el desayuno.
―No puedo pasarme toda la vida encerrado ―adujo Cristian, tratando de mantener un tono de voz mesurado―. Siento que me asfixiaré si continúo dentro de la casa.
―Ethan, dile algo ―pidió apoyo Araceli Cáceres.
Su padre leía el periódico dominical. En la portada nunca se leyó sobre torturadores, ni chicos torturados, ni nada por el estilo. Eso se había guardado en estricto secreto.
―¿Qué quieres que le diga, Araceli?
―Que esos lunáticos siguen allí afuera.
―Por lo que me ha dicho el inútil de Henrich, seguirán afuera durante mucho tiempo ―señaló Ethan Cáceres―. Anda, sal, hijo, diviértete. En ese estanque de agua sucia llegan cientos de personas, si nada les ha ocurrido a ellos, no veo por qué iba a ocurrirte algo a ti.
Araceli escuchó las palabras de su esposo con la boca abierta y los ojos grandes.