La voz

7

El cuerpo torturado y sin vida de Jefferson fue descubierto a las diez con siete minutos de la noche del 20 de enero, veinte minutos después de que Eduardo y familia salieran en su búsqueda. Cuando salían de casa, la tormenta había amainado hasta reducirse a una fina llovizna. En el momento del descubrimiento, la llovizna había cesado y hacia el oeste, las nubes descubrían las primeras estrellas.

El cuerpo fue descubierto gracias al paraguas que llevaba Jefferson, que quedó en el camino cuando David golpeó al crío para tumbarlo. El señor y la señora Santos llevaban una lámpara de mano cada quien, siendo la luz que provenía de la lámpara de la señora Santos la primera que pasó sobre el paraguas, que el aire había enganchado en el monte que bordeaba la calle.

En el suelo, a pesar del agua empozada, se veía el surco por donde el pequeño fue arrastrado. Ambos padres lo siguieron, totalmente asustados. Lo que las luces de sus lámparas descubrieron arrancó un alarido estremecedor de la garganta de la madre. Eduardo Santos se llevó una mano al pelo y cayó de rodillas.

―No ―musitó―. No. Mi hijo. ¡Lo maté!

El cuerpo sin vida de Jefferson Santos pendía del gancho de un viejo árbol de mango. La estampa que ofrecía era la de un niño que ha sido torturado como nadie lo merece. Tenía cortes e incisiones por todo el cuerpo.

La autopsia revelaría que estuvo consciente durante la mayor parte de la tortura, pues, aunque muchos, los cortes no eran profundos. El corte que lo mató fue el que le seccionó la garganta, seguramente cuando el muchacho ya había perdido el conocimiento. Eduardo Santos diría a su esposa que fue el primer corte que hicieron, para que no sufriera imaginando lo que había pasado su hijo, pero la verdad era que la de la garganta, fue una de las últimas heridas.

El horrible crimen causó revuelo en toda Aguasnieblas.

Guatemala es un país sumido en la violencia y la inseguridad, y Aguasnieblas no era el patito bonito de la manada, si cabe, un poco más feo. Los crímenes: homicidios y asesinatos, violaciones, secuestros, y un largo etcétera estaban a la orden del día. En cierta forma, la gente estaba acostumbrada a ello. No obstante, la crueldad de la muerte de Jefferson Santos, un dulce niño de nueve años (como se veía en la foto que círculo en el Diario del Norte) no dejó a todo el mundo indiferente.

La Policía Nacional Civil (PNC) empezó a barajar algunas hipótesis, todas tan improbables como las otras, lo que quería decir que todas eran posibles. Lo que más se comentó fue que se trataba de otro ataque de los espíritus de la niebla, a pesar de que la autopsia reveló que las heridas fueron causadas con un arma punzocortante.

―Ya mataron a una maestra ―dijo Eduardo Blanco a Helbert Betancourth sobre la valla que separaba sus predios―. Ahora un niño. ¿Qué será después?

―Olvidas una cosa ―señaló Helbert.

―¿Qué cosa?

―Anoche llovía, pero no hubo ni un halo de niebla.

También se habló de un grupo de drogadictos pasados de dosis; de un loco de remate; de un asesino serial, aunque esto último se debía más bien a que la noche última habían transmitido un documental de Jack el destripador.

El domingo 20 se cumplirían diez días desde la última muerte registrada en el casco urbano del municipio; los mismos días que llevaba la niebla sin aparecer. Nadie se engañaba pensando que esta se había marchado definitivamente, ya que antes se había ausentado durante períodos todavía más largos y siempre volvía. Lo raro eran los diez días de tranquilidad que habían disfrutado: sin crímenes.

En la comisaría que lideraba Henrich jamás había habido tanta tranquilidad como en esos días. No es que estuvieran ociosos, pues los crímenes ocurridos antes los ocupaban a tiempo completo, pero al menos no tenían que atender nuevos procesos.

Fueron diez días de absoluta tranquilidad para toda Aguasnieblas. Aunque más que tranquilidad, estaban sumidos en una especie de sopor, como pensó Cristian esa misma mañana. No hubo delitos de ninguna índole, ¡de ninguna! ¡Durante diez días no hubo ni siquiera un paso en luz roja! Algo a lo que nadie hubiera apostado que podía pasar, ni un día siquiera, mucho menos diez.

Pero así fue. Desde la mañana del viernes 11 hasta el domingo 20, al menos durante el día. La noche de ese domingo fue la último de Jefferson Santos, como se sabe.

No hubo ningún robo. Juan Cox, un muchacho de quince años que vivía en barrio Niebla, contiguo a zona 3 por el lado este, que desde temprana edad le perdió el miedo a la niebla, no salió a hacer de las suyas durante esos diez días.

El joven Cox aprovechaba el camuflaje que la bruma ofrecía para colarse en las casas y sacar algún provecho. Esos diez días no hubo niebla, por eso no salió a robar. Al menos fue lo que se dijo. Pero lo cierto es que él también estaba bajo el hechizo de sopor que flotó sobre el pueblo.

El lunes 21, día que se conoció el cruel homicidio de Jefferson Santos, Juan Cox volvió a las andadas. La víctima fue el anciano Sandro Bas (de origen brasileño), a quien se le perdió la computadora que todavía estaba pagando en cuotas semanales. Juan no podía decir que salió porque la niebla había vuelto, ya que la niebla no volvió tampoco ese lunes 21.

Lo cierto es que durante diez no hubo asaltos, ni secuestros, tampoco violaciones, ni intentos de alguno de ellos. No hubo muerte alguna, ni violenta ni natural. La señora Jordán, una anciana de noventa y tres años, que permanecía internada en el Hospital Municipal desde el 3 de enero, no moriría hasta la madruga del lunes 21, y eso que el Dr. Gutiérrez había dado su diagnóstico en el que confirmaba que moriría el fin de semana del 12 y 13.




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