La voz

12

La madrugada del jueves 24 de enero, en simultáneo con el momento en que Jennifer Belrose tomaba la decisión de continuar su venganza contra el género masculino, mismo momento en que David Castillo llevaba a cabo su segundo asesinato en menos de una semana, un joven de cabello rubio arrugaba el rostro sudoroso entre las sábanas de su cama.

Cristian luchaba en una nueva pesadilla.

Estaba en una calle de terracería, rodeado por una niebla más gris que negra, que se dispersaba a su alrededor, como si una cúpula no le permitiera llegar hasta él. A su derecha, bajo un almendro de anchas hojas había un poco de arena y piedrín, y en el límite de la niebla, veía la esquina de una pared. Estaba seguro de no haber visto esa escena con anterioridad, no obstante, tenía la sensación de que había un poco menos tanto de piedrín como de arena.

Al otro lado de la calle, el cerco de postes de tinto y alambre de púas seguía igual, con sus columnas de concreto para la puerta y el caminillo de piedra. Nunca antes había visto ese camino o el cerco, pero sabía que permanecía igual.

El impulso era que debía avanzar hacia el frente, pero la perspectiva del horror que lo esperaba adelante lo hacía titubear. «Es un sueño», comprendió momentos después. Sobre todo, por la bruma, tan diferente a la que estaba acostumbrado a ver en el pueblo. También por la cúpula de claridad de la que ocupaba el centro. Eso no era natural.

La bruma empezó a acercarse, obligando a la cúpula de claridad a reducirse. El miedo que sentía al estar en un lugar tan peculiar y desconocido se convirtió en terror. Comprendió que la bruma cerraba el cerco para llegar a él. Y si llegaba a alcanzarlo… no quería imaginar lo que iba a pasar.

Los oídos empezaron a dolerle a medida que la cúpula se reducía y la bruma cerraba el cerco. Pronto empezaron a zumbarle (no pudo dejar de pensar en los trenes de las viejas películas del oeste) amenazando con reventar.

A lo lejos, a través de la niebla, muy por delante de él, vio unas luces que se movían por donde debía estar la calle (le recordaron las luces de los faros que guían a los barcos). Sintió que debía llegar a ellas. Su corazón dictaba que si quería salvarse tenía que lanzarse a través de la negra bruma y alcanzar los faros, como el barco en la tormenta, pero su mente le dictaba lo contrario. Su mente estaba aterrada, luchaba con la idea de tocar la bruma; peor aún, temía lo que hubiera tras ella.

Escuchó el leve rumor del motor de un auto, con lo que ya no pensó que las luces fueran de un faro, después, un leve golpe. La presión en sus oídos aumentó, la bruma se volvía negra a medida que se adensaba apretando contra la cúpula.

Seguir adelante se convertía en una imperiosa necesidad a medida que la cúpula se cerraba. La convicción de que si no seguía adelante moriría, se trocaba en un apremio angustiante.

 Un susurro, como un viento frío, se filtró en su mente. El susurro le dijo que volviera la vista atrás. Al hacerlo, vio un túnel de luz en medio de la negra bruma. Era su salvación: se echó a correr.

Despertó en la oscuridad de su habitación. El ambiente era frío, pero Cristian sudaba. El zumbido en sus oídos todavía reverberaba, lejano.

«El mismo sueño», comprendió, cuando su respiración se hubo normalizado y la transpiración detenido. ¿Qué significaba todo ello? ¿Por qué soñaba con una bruma gris que después se tornaba negra? ¿Por qué sentía que debía avanzar al frente si sabía que adelante le esperaba un horror inimaginable? Al final, como en el sueño anterior, corría en un túnel abierto en medio de la niebla, un túnel que lo salvaba de morir estrujado por la bruma.

Se rascó la cabeza, pensativo. Sospechaba que ese sueño era importante.

Esta vez no tardó en dormirse. Por la mañana había logrado mandar el sueño a uno de los cajones de asuntos menos importantes.

Puesto que esa mañana se quedó en casa, terminado unos ejercicios de matemáticas (que le llevó toda la mañana ya que no era muy ducho con los números), no se enteró de la muerte de un joven llamado Brandy Bernal hasta mediodía, en la reunión ordinaria de los Elegidos en parque Central.

―¡Pero si hemos estado hablando de ello en el grupo! ―dijo Kim, luego de preguntar qué opinaban sobre el nuevo asesinato.

―No tengo datos en el celular ―se excusó Cristian, a quien el buen humor por conseguir que las sumas cuadraran empezaba a escapársele―. Pensaba comprar más tarde.

―Ya decía yo que no era normal que nos ignoraras adrede ―comentó Katherine―. Te hicimos preguntas directas.

Cristian se encogió de hombros.

―¿Quién era? ¿Cómo murió?

Los chicos se lo contaron, lo que sabían. Mientras oía, a Cristian vinieron reminiscencias de su último sueño: unas luces como los faros de un coche.

―Mirta, una compañera de mi salón, estuvo en mi casa hace ratos, ella está convencida de que se trata de un ente de la niebla. Un ente con forma de sapo ―dijo Kate.

―No ha habido niebla en días ―adujo Luis.

―Fue lo que yo le dije. Pero no saben cómo es, una auténtica chiquilla. Asegura que en Niebla siempre hay niebla.

―El hecho ocurrió en zona 3.

―Díselo a ella.




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