La voz

13

La estancia estaba cargada de tensión. En mucha novela había leído la frase: “la tensión podía cortarse con un cuchillo”, u otra similar. Siempre le había parecido una frase muy cargada. No obstante, en esa ocasión, por primera vez entendía a los personajes de esos libros.

La tensión en la estancia casi se podía cortar con un cuchillo.

Los Cazadores estaban molestos. Muy molestos, a decir verdad. Jennifer Belrose como la que más.

El Sapo la había cagado. Había atropellado a un muchacho imberbe y se había dejado ver. Para colmo, todavía no llegaba a la Guarida, a pesar de que hacía media hora que tendría que haber llegado. No había dicho mucho al respecto todavía, ni si había sido un accidente o algo planeado, lo que enfurecía todavía más al resto.

Jennifer estaba molesta con el Sapo. Sabía que la policía no se olvidaba de los Cazadores, que las pesquisas continuaban. Lo de la madrugada anterior solo conseguiría intensificarlas. Pero lo que más le molestaba era que estaba planeando hacer lo mismo. Estaba planeando matar a alguien. Era como si el Sapo le hubiera robado la idea, adelantándosele.  

José soltó una carcajada desde el sillón en que estaba repantigado.

―¡Tienen que ver esto! ―exclamó, exultante, agitando su celular en la mano― En esta le hicieron una boca ancha, aunque no tanto como la del verdadero, y un látigo con forma de lengua, una mosca borracha trata de escapar de él. ¿A que son ingeniosos? Luego sales a la calle y ves cada baboso, y, no obstante, algunos de ellos son los artistas que realizan estas maravillas. ¿No es sorprendente?

Nadie le hizo caso. José intentaba poner buen humor a la situación, si bien lo más probable era que solo tratara de enmascarar su preocupación.

Amanda estaba recostada en el otro sofá como toda una dama, una pata al aire y la otra al suelo, miraba al techo con fijeza. Tenía el semblante serio. No se dignó a mirar a José cuando mencionó el meme. Era probable que todavía pensara en su tía muerta. La pobre se había quedado sin familia. «Después de todo, por más dureza que aparentemos, todos tenemos nuestro corazón». Claro que, ¿quién sabía realmente lo que pasaba por la cabeza de los demás?

A través del vano de la puerta podían ver la sala: a Ojosrojos y a la More en los sillones. Jaime estaba sentado en el lado opuesto de la mesa de la cocina, enfrente de Jennifer. Tenía los codos sobre la mesa y los dedos de las manos entrelazados. El mentón descansaba sobre estos, en gesto pensativo. Jennifer se preguntaba qué pasaba por la mente de su amante.

No habían hablado demasiado entre ellos. Únicamente le había preguntado cómo estaba. Jennifer le había respondido que bien. La verdad era que se sentía muy agitada. Lo bien que se había sentido esa mañana se esfumó en cuanto empezó a oír las primeras historias. Ahora estaba tanto o más agitada que las últimas siete noches. Maldijo al Sapo por imbécil.

David llegó casi a las nueve de la noche, cuando habían quedado en reunirse a las ocho. Todos lo taladraron con la mirada al cruzar el umbral de la puerta; la llave en un diminuto llavero con la forma de un zombi giraba entre sus manos.

―Eh… hola a todos ―dijo. Jennifer y Jaime se pusieron de pie y fueron a la sala. Amanda y José se incorporaron de los sillones. El Sapo sonrió, complacido―. ¡Qué alegría verlos juntos! Pero quedamos en que teníamos que ser cuidadosos para no llamar la atención sobre la casa. Fue por eso que me retrasé un poco.

―¡Una hora! ―musitó Amanda.

―Una hora, un minuto, un segundo, ¿qué más da?

―Vamos abajo ―indicó el Seco.

Nadie lo había erigido en líder. En la banda no tenían líder, pero casi siempre era Jaime el que tomaba las riendas y decidía. «Al final, es como si fuera el líder. Su don de mando es natural. ¿Sería eso lo que me atrajo de él?»

La banda había comprado la casa hacía un año, en uno de los barrios del municipio. Antes de la casa hacían sus reuniones disfrazadas de fiestas juveniles en la suya propia o donde se les ocurriera; ahora eran un poco más serios.

Era una casa como cualquier otra (ese era el truco para pasar desapercibidos). El dueño era un tipo que vivía en Ciudad Guatemala, a mil kilómetros de distancia, y Amanda la muchacha encargada de la limpieza (aunque no le había gustado que le pusieron el mote de “chacha”) que de vez en cuando se excedía en la confianza del dueño e invitaba a unos cuantos amigos. Eso era ante los ojos de los vecinos, que, no teniendo el número del dueño para chismorrear, tenían que conformarse.

“Abajo” significaba una cámara subterránea o sótano, que los Cazadores habían construido, sacando la tierra junto con la de la piscina que hicieron en el patio trasero. Alguien pudo haberse preguntado cómo salía tanta tierra de un agujero tan pequeño, pero con suerte, nadie pensó mucho en ese detalle.

El subterráneo era la verdadera guarida de los Cazadores. En él tenían la tecnología para llevar a cabo sus trabajos (que no era de punta como uno miraría en las películas): un par de computadores, red privada de internet, decodificadores, entre otros utensilios no tan sorprendentes.

El sótano también hacía de arsenal: había un cuartito para las armas, tanto blancas como de fuego. Allí abajo también estaban los disfraces y toda la indumentaria que pudieran ocupar, así como equipo médico para tratarse entre ellos en casos no tan graves. Lo único que no pudieron llevar abajo fue los autos. Ninguno tenía tantos conocimientos de ingeniería, y ya suficiente habían arriesgado contratando gente discreta para realizar el subterráneo.




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