La voz

16

Benny, hijo de los Rivas (Benancio Rivas iba a lanzarse para alcalde el siguiente período electoral) no podía estar más feliz esa noche del viernes 25 de enero. No porque su padre fuera a lanzarse para alcalde, sin duda sería un gran honor ser el hijo del alcalde, pero tenía diecisiete años y no le faltaba el dinero para hacer lo que quisiera, así que, ¿qué importaba que su padre fuera alcalde?

Esa noche estaba feliz por otro asunto. Esa noche se iba a acostar por primera vez con su novia Rocío, una preciosa muñequita de dieciséis, de ojos verdes y espeso cabello castaño.

Rocío era una chica muy recatada. Iba a una iglesia protestante, donde son más estrictos a la hora de mantener la pureza de las jóvenes, pero a base de regalos y muchas promesas falsas había logrado convencerla. El problema era que no la dejaban salir casi nunca, apenas le había robado unos besos a la salida del colegio, y así era imposible hacer algo.

¡Hasta esa noche! Sería la primera vez de Rocío, no así de Benny.

Eran ya las once cuando recibió el mensaje que estaba esperando:

Puedes venir. Recuerda en lo que quedamos.

En lo que quedaron fue en que él dejaría el auto a tres manzanas de casa de Rocío y haría el resto del recorrido a pie, ella le abriría una puertecita lateral y se colarían a un cobertizo apartado donde guardaban las herramientas del padre, que era agricultor.

Benny imaginó que sería un lugar sucio, lleno de polvo y hediondo, nada equiparable a una cama King y sábanas de algodón en un buen hotel, pero bueno, uno se adaptaba a lo que había. Todo por estar con esa chica que tan duro reto le había supuesto.

Salió del coche en silencio y cerró la puerta con cuidado.

A su alrededor todo era negrura.

Estaba a mitad de barrio Viejo, al sur de zona 3. Era un lugar relleno de árboles más que de viviendas. Las casas llegaban a distar hasta cincuenta metros unas de otras, espacio que era ocupado por enormes árboles de mango, coco, naranja, cedros, laurales, ceibas y muchos más.

A Benny nunca le había gustado la naturaleza, menos en esos momentos, en los que las moles se alzaban imponentes y oscuras hacia el cielo o acechaban la calle con ramas como garras y brazos dispuestos a atacar.

Casi parecían decirle: “Vete Benny o te vamos a atrapar, y juramos que vas a sufrir”.

Sufrió un escalofrío y por primera vez se preguntó si de verdad Rocío valía la pena. Luego evocó sus ojos verdes, esos labios gruesos y carnosos, sus piernas broncíneas y torneadas; la vacilación cedió ante el deseo. Asintió con brío y echó a andar.

Había realizado muchas veces el recorrido que ahora hacía, pero nunca a pie ni a tan altas horas de la noche. El aspecto del lugar era ominoso. Casi todo estaba negro y la luna no asomaba; densos nubarrones la velaban. Eran nubarrones bastante raros, los bordes no eran irregulares y curvilíneos sino más bien rectos. Las nubes asemejaban cuadrados de negro algodón, algo así como mantas.

«Como una mortaja», surgió de pronto el pensamiento en su cabeza y se abrazó al tiempo que sufría un segundo y más potente escalofrío.

Miró a los lados asustado, convencido de pronto de que algo que no le deseaba nada bueno le hacía compañía. No vio nada, excepto negrura, así que imprimió brío a sus pasos para ganar el círculo de luz que una triste lámpara emitía en el cruce siguiente. Mientras, tropezó varias veces pues hasta el camino era difícil de discernir.

Creyó percibir un ruido de pisadas a la izquierda, el corazón se le aceleró y se quedó inmóvil. Miró hacia el lugar de donde había provenido el ruido: vio la sombra de un perro observarlo a través de la malla metálica que cercaba un terreno. Benny se permitió un suspiro. Estuvo a punto de llamarle “perro estúpido”, para darse coraje más que todo, pero recordó que no tenía que hacer ruidos, que nadie debía saber que había estado en casa de Rocío, así que se mantuvo en silencio.

Había avanzado unos cinco metros cuando el perro se puso a aullar, con un aullido cuyo tono le puso los pelos de punta. Benny habría preferido mil veces que ladrara. Era un aullido lastimero y lleno de dolor.

El joven no pudo evitar pensar en su abuela, muerta hace tres años, y lo que decía acerca de los aullidos de los perros:

―Cuando un perro aúlla y llora es porque algo ha visto: un fantasma, un ánima, un muerto… peor aún —aquí se inclinaba y bajaba la voz hasta un susurro casi inaudible, y uno tenía que inclinarse, sin darse cuenta expectante, para oír el fin de su alocución—, es un presagio de muerte.

Al aullido del primer perro se le unió el de un segundo, luego el de un tercero. Medio minuto después, el aullido de un centenar de perros se elevaba como una plegaria hacia el cielo; como una plegaria, como un presagio o como un llanto de dolor.

Benny casi se echó a correr, envuelto como estaba en aquella cacofonía lastimera y escalofriante. Tenía erizado el vello de la nuca y los aullidos habían despertado en él un miedo cerval. Empezó a temer que esos aullidos no eran naturales y que efectivamente algún ente sobrenatural vagaba por las calles de barrio Viejo buscando un infeliz a quien echarle el guante.

Lo peor es que muy probablemente él era el único infeliz en aquel lugar de negrura y árboles tenebrosos. Pensó en las historias de los entes de la niebla y por primera vez se convenció de que tales relatos eran reales.




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