A las siete de la mañana del sábado 26 de enero, Emma Recinos empezó a preparar el desayuno. Antes, le hizo una llamada a su hijo Fernando, que se había ido a quedar a casa de un compañero de colegio. Dejó que sonara cinco veces antes de colgar. Era sábado, así que supuso que aún dormía. Quién sabe a qué horas se dormirían. Aunque su Fer era un muchacho tranquilo, sabía que los otros no.
A las 7:45 la comida estaba lista.
Frank se había levantado quince minutos antes. Lo primero que el señor de la casa preguntó fue si ya había regresado Fernando. Emma volvió a llamar. El teléfono sonó hasta que contestó la operadora.
―Todavía debe dormir ―dijo―. No contesta.
Terminó de batir los huevos con los nervios subiendo de intensidad con cada minuto que pasaba. Su hijo no era perezoso, bueno, sí, quizá lo era, pero nunca se perdía el desayuno. «A menos que le hayan ofrecido de desayunar en casa de su amigo. Entonces, ¿por qué no contesta?». Sus pensamientos estaban alterándola de a poco.
Sirvió el desayuno de ella y de Frank a las 7:50. El esposo empezó a devorarlo tras una corta oración. Emma se levantó antes de probar bocado y volvió a llamar. Cogieron la llamada al quinto timbre, cuando los nervios empezaban a transmutarse en miedo. Contestó la voz de una joven.
«¡No, No! ―negó la madre, aterrada―. ¡Una chica! ¡Pero si mi Fer solo tiene quince años! No puede dormir con una chica. Se tiene que guardar para el matrimonio, así lo dijo Dios. ¡Fornicar es un pecado! ¿Qué dirá Frank?»
―¿Q-qu-quién e-res? ―tartamudeó.
“Soy la novia de Fernando” era la respuesta que esperaba y que tanto espanto le causaba. Tras lo que descifró de lo que le dijeron, la respuesta temida habría sido la mejor de todas.
La voz de chica al otro lado le respondió. Tras captar el tono concluyó que no se trataba de alguna joven influenciada por satanás para hacer caer a los buenos chicos como su hijo; era la voz de una niña. Probablemente no tenía ni diez años, aunque por lo que dijo, bien podría ser el mismo Satán.
―Mi nombre es Cleydi ―dijo la voz aguda al otro lado de la línea―. Me encontré este teléfono hace un momento, pero sí me da cien quetzales se lo devuelvo.
Dicen que el corazón de una madre es capaz de saber dónde están sus hijos y si se encuentran bien. Eso nunca lo sabremos. Lo que es cierto es que esa mañana, tras lo que dijo la niña llamada Cleydi, la madre comprendió que algo horrible le había ocurrido a su hijo.
El teléfono escapó de sus manos, cayó de lado contra el piso, haciéndose varios pedazos. Después profirió un grito lastimero y desgarrador que casi hace que se atragante el señor Recinos por el susto.
La niña Cleydi, que vivía a dos casas de los Recinos y había encontrado el celular un minuto antes, al oírlo sonar frente a la casa de Kimberly Belrose, se encogió de hombros y continuó brincando a hacer su mandado. Había encontrado un celular. Ese día pintaba bien. Escuchó el grito a sus espaldas, pero en esos momentos no supo que ella tenía que ver con él.
Frank Recinos, que en realidad se llamaba Francisco, se levantó escupiendo restos de huevo, atragantado.
―¿Qué pasa, mujer? Casi haces que me ahogue.
―Mi hijo, mi hijo, mi hijo…
La buena señora se había llevado las manos a la garganta. Era incapaz de decir otra cosa.
El marido notó lo pálido que se había puesto el rostro de su esposa y el miedo que sus ojos reflejaban. Se contagió del mismo y pensó en alguna calamidad. «¡¿Mi hijo?!», la frase que su esposa repetía como un eco reverberó en su mente.
―¿Qué pasa con Fernando? ―sacudió a su mujer por los hombros―. ¿Qué te dijo?
La mujer tardó un minuto en calmarse lo suficiente para hablar.
―No fue él quien me habló, sino una chiquilla, dice que encontró el teléfono de nuestro hijo en la calle.
Frank se permitió un suspiro. Solo era eso. Su hijo había perdido el celular. No había por qué temer lo peor.
―¿Sabes dónde vive el muchacho con quien se fue a quedar?
Emma asintió.
―Vamos. Verás cómo lo encontramos feliz de la vida merendándose una buena ración de salchichas en salsa de tomate.
―Oro porque así sea. Son sus favoritas.
A las nueve de la mañana Frank Recinos estaba en la comisaría, poniendo la respectiva denuncia por la desaparición de su único hijo. Había dejado a su esposa en casa de su suegra, hecha un mar de nervios, mientras el resto de la familia salía a barrer el pueblo para dar con Fernando Recinos.
El agente que tomó los datos del señor Recinos rehuía mirarlo a los ojos, algo a lo que Frank no puso cuidado. No sabía que el joven evitaba mirarlo por lo del cadáver calcinado que habían encontrado a las afueras del pueblo. No había ninguna razón para creer que los huesos encontrados eran los del hijo desaparecido de Frank, de todas formas, creía que así era.
El oficial Henrich, media hora después de que Frank hiciera la denuncia, pidió los informes de las últimas desapariciones. En los últimos siete días, el único desaparecido era Fernando Recinos. No tenía pruebas, pero al igual que el agente que tomó los datos a Frank, estaba casi seguro de que el chico Recinos fue en vida el dueño de los huesos calcinados.