José Crispín era, después de Bellarosa, el otro miembro de los Cazadores que no necesitaba delinquir para vivir. No es que fuera hijo de padres acomodados, ni heredero de una pequeña fortuna como la Belrose. Sencillamente sus padres eran trabajadores.
Cinco años antes, más concretamente en noviembre de 2013, con lo ahorrado y un préstamo bancario, pusieron un negocio de autopartes y similares muy cerca del mercado del municipio. En 2017 terminaron de pagar el crédito, por lo que el negocio, muy rentable, era enteramente de su propiedad. Incluso estaban pensando en abrir una sucursal en Las Cruces, algo que creían poder realizar en un futuro bastante cercano.
En general, José, alias Ojosrojos, vivía en una familia económicamente solvente, con miras de un futuro todavía mejor. ¿Qué necesidad tenía entonces de delinquir? Es una pregunta que él mismo se había hecho varias veces. Para encontrar la respuesta habría que hacer un análisis exhaustivo de su psique. Algo que nadie había hecho todavía. ¿Podría tratarse de un desequilibrio mental? Si se lo hubieran preguntado a José, habría dicho que el loco era el de la pregunta.
Nunca se sabrá cuáles eran los móviles (exactos) que motivaban a José a hacer lo que hacía. Lo cierto era que, aunque al principio lo hizo por necesidad, al menos lo de robar, hay que mencionar que les cogió el gusto a las drogas desde temprana edad, su lado vengativo salió a flote por rencor.
¡Sí! Rencor, odio, venganza. Demás está decir que todo eso le provocaba placer.
En la actualidad, los motivos podrían haberse trastocado, pero todo empezó por el rencor. Seguramente, de contar su historia muchos lo comprenderían y se sentirían identificados, porque, ¿quién no ha sentido el deseo de venganza tras sentirse ofendido de alguna manera?
Fue de esa forma que Ojosrojos descubrió el placer de la venganza.
Estaba en el jardín de niños la primera vez que se vengó de alguien. Tenía cinco años cuando eso. Curiosamente no recordaba nada después de ese episodio, los recuerdos que conservaba empezaban a la edad de siete años. Sin embargo, su primera venganza, llevada acabo cuando tenía cinco, permanecía intacta.
Ocurrió durante uno de esos forcejeos tan comunes entre pequeños, uno que en otras ocasiones no habría tenido mayores repercusiones que unos tirones de pelo y unas manotadas que en todo caso habría puesto colorada la piel de los receptores. Pero en esa ocasión no todo terminaría así.
El pequeño José, que aún no sabía qué eran los ojos rojos, forcejeó con un rubio muchachito cuyo nombre se había perdido de su memoria. El motivo habían sido los juguetes. Recordaba que intentaba armar un rompecabezas de Mickey Mouse cuando el rubio muchachito, que era dos meses mayor que él y regordete (eso sí lo recordaba), le dio una patada a la parte que había armado. Nunca supo por qué lo hizo el gordito, de todas formas, se levantó con sus manitas en puño y se le fue encima.
Gritaron y rodaron por el piso del aula, interrumpiendo los juegos de los demás críos. Se dieron golpes y aruñones, se tiraron del pelo, pero, sobre todo, se escupieron entre tanto grito y jadeo. La señorita Morán había ido con el director, fue por eso que la pelea duró sus buenos tres minutos, sin que ninguno de los demás infantes hiciera algo para separarlos.
Al final volvió la señorita Morán y los regañó mientras su dedo índice derecho iba de un lado a otro, como el artilugio de un hipnotizador.
El resultado fue tablas. Pero el rubio muchachito le había destrozado la mitad de su puzle armado, así que se podría decir que no se había desquitado. La oportunidad del desquite se presentó no mucho después, a la hora del receso.
Fue algo fortuito si creemos que nada en esta vida está predestinado, y si creemos que hay algo más que tira de los hilos de la realidad, entonces diríamos que el rodeo que el chico dio atrás del kiosko donde la “Señora de las Tostadas” vendía las tostadas, ya había sido planeado por algo más. Fuere como fuere, el pequeño José, ante la imposibilidad de comprar por el muro que los chicos mayores interponían entre él y los deliciosos aperitivos, decidió tontear por allí, en lugar de regresar al aula a seguir jugando.
Estaba demasiado molesto para pensar siquiera en jugar. De todas maneras, los del parvulario tenían más tiempo de receso y muchas veces la maestra era quien reunía el dinero y hacía las compras para todos. Era básicamente de lo que se trataba el jardín de niños, jugar y comer, ah, y también dormir.
Pero ese día no se regresó al aula, sino que se puso a tontear por allí. Fue por eso que encontró a la lagartija cubierta de hormigas detrás del kiosko de las tostadas. Probablemente algún chico y su honda eran los responsables. Nunca había pensado en una lagartija muerta como un instrumento de venganza, hasta esa vez. Casi juraría que escuchó una voz que le decía “Hazlo”.
No sabía muy bien cómo proceder. Si tomaba a la lagartija por la cola, las hormigas se alborotarían y la primera víctima sería él. Si la privaba de sus predadoras, quedaría sólo el cadáver del animalillo, quizá asustara al rubio muchachito, pero no habría dolor.
La respuesta llegó en forma de una bolsa negra de nylon que una brisa arrastró hasta él. Sonrió con malicia pues esa era la respuesta. Con rápidos movimientos metió la lagartija en la bolsa y apretó la salida fuertemente con su puñito para que las hormigas no lo alcanzaran. Mantuvo la bolsa negra con la lagartija un buen tiempo en su palma izquierda. Sentía el movimiento de los insectos contra la bolsa, buscando quizá una salida. Se imaginó su sufrimiento, las imaginó aterradas al no hallar salida, después imaginó que se encogían de hombros y volvían a por la comida.