La voz

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Fredy Ederson no había olvidado los días que pasó en el Hospital Municipal cuando tenía siete años, tampoco olvidaba quién le había tirado los escorpiones. Durante mucho tiempo le guardó rencor a José Crispín, cosa que empezó a cambiar al llegar a la adolescencia. Al final, entendió que él había tenido la culpa y aunque, la respuesta de José fue un poco drástica, había que considerar que eran niños y que probablemente él habría actuado igual.

Eso fue lo que concluyó Fredy Ederson. Que, de niño antipático y poco aplicado, se convirtió en un joven estudioso. A la edad de doce años se hizo merecedor de una beca para cursar el básico y el diversificado en un colegio católico de la capital. Permaneció en la ciudad hasta noviembre del 2017, cuando supo que su madre estaba enferma.

En la ciudad de Guatemala trabajaba en una agencia bancaria y estudiaba la carrera que esta exigía, así que no le molestó renunciar y regresar a Aguasnieblas para estar con su madre moribunda. Murió en marzo del 2018. Se podría decir que murió feliz, porque todavía pudo compartir varios meses de vida con su único hijo.

Un mes más tarde consiguió empleo como vendedor en una sucursal de productos de línea blanca, en la que pronto se destacó como el mejor vendedor, gracias a su carisma, facilidad de palabra y poder de convencimiento. Y a mediados de enero del 2019, una semana antes de su trágica muerte, empezó a estudiar derecho en la universidad nocturna. Siempre había soñado con ser abogado, ahora había dado ese primer gran paso.

Y también había conocido a Cinthya Payes.

¿Qué fue lo que lo sentenció a morir? Es difícil estar seguro. Pudo ser su relación con Cinthya (eran apenas compañeros de universidad, sin embargo, se habían caído bien) y su eventual cruce en el camino del Halcón de los Cazadores. También podía ser causa de su muerte la remembranza de su anterior conflicto con José, toda vez que Ojosrojos no olvidaba ninguna afrenta. Como bien pudo morir al ser una pieza más del enorme puzle que la Voz estaba armando para llevar a cabo sus ambiciones.

Lo más probable es que todo aportara un porcentaje, fraguándose de esa manera la muerte de Fredy Ederson y el primer asesinato de José Crispín alias Ojosrojos.

 

Tras despedirse de Cinthya, Fredy caminó dos manzanas por calle Davinci, dobló en la intersección con Tercera y cruzó Caoba para desembocar en Azul, en cuya calle quedaba la vivienda de su padre.

Había caminado seis manzanas extra solo por acompañar a la muchacha a su casa. Era la primera vez que lo hacía, y, aunque le gustaría volver a acompañarla, tenía la sensación de que sería la última. En parte porque empezó a sentir miedo apenas un minuto después de despedirse de la joven, sentimiento que lo hizo volver la vista atrás para ver si alguien lo seguía. Por otro lado, la joven tenía motocicleta y quiso la mala fortuna (más bien para él), que ese día se ponchara una llanta ya entrada la tarde, de modo que tuvo que posponer la compostura e ir a pie a la universidad.

El sentimiento de que no volvería a verla o acompañarla no lo abandonaría durante el trayecto a casa. No sabía cuán acertado fue su presentimiento.

Al coger Tercera para desembocar en Caoba, volvió la vista a sus espaldas: vio un coche de luces brillantes doblar a la derecha en Segunda, con lo que también desembocaría en Caoba. Distaba una cuadra de dicho coche, que además llevaba las ventanillas cerradas, pero juraría que el tipo al volante lo miraba con odio concentrado.

¡Corre! ―ordenó una voz en su mente (¿su subconsciente?)

No obstante, no acató la orden.

Así que no se echó a correr, pese a lo imperativo de la voz en su cabeza. Después de todo, era solo un coche.

Sin ser consciente de ello, su cerebro en vez de pensar en lo hermosa que era Cinthya Payes y en lo mucho que congeniaban, o en las clases o cualquier otra trivialidad, se concentró en evocar los asesinatos de la noche anterior: un chico muerto a balazos y otro quemado.

«Probablemente estaba vivo cuando lo quemaron», pensó. Y se dio cuenta, no sin miedo, de que el pensamiento vino de súbito.  

Evocando tan ominosos pensamientos, al desembocar en calle Caoba, volvió la vista a su derecha de forma mecánica, temiendo que vería un coche gris esperando que apareciera por la esquina. Pero allí no había ningún coche. Había un carro de baranda frente a una casa, y tuvo que esperar a que pasara un taxi antes de cruzar la calle. En una ventana se veía una sombra sentada frente a la figura de un ordenador, y en la casa de al lado, un perro dormía junto a la cerca; del coche gris no había ni rastro. Tendría que sentirse aliviado, pero no era así.

La ciudad de Guatemala era uno de los focos más peligrosos de América Latina, y América Latina era una de las regiones con más delincuencia en el mundo, así que Guatemala por ese lado, copaba en los primeros lugares a nivel mundial.

En ocasiones, sobre todo cuando empezó a trabajar en el banco, que fue el período que más carencias económicas pasó, se vio obligado a volver a pie al cuarto que alquilaba. Era un lugar peligroso y diez las manzanas que tenía que recorrer hasta su apartamentito. Conociendo la fama de los barrios bajos de la ciudad, no resultaba nada extraño que cada uno de esos recorridos los hiciera con temor, pues la posibilidad de ser asaltado o algo peor, siempre eran más altas de lo que uno habría deseado.




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