La voz

28

Andrés Santillana salió a la calle picado por una curiosidad que no era innata en él. Cuando lo hizo, apenas había transcurrido un minuto desde que viera pasar al tipo corriendo frente a su casa. No identificó al hombre, había pasado a toda marcha, amén de que la luz de las farolas no es que fuera muy clara. Aun así, la silueta le había resultado familiar.

Salió a la calle movido por una extraña necesidad y curiosidad que le picaban la mente, inconsciente de formar parte de un plan de fuerzas superiores. Nomás salir, vio al coche que frenaba a poco más de cien metros. Frenó con brusquedad, con uno de esos frenazos que si uno no se sujeta firme se da de frente contra el volante.

«Es frente a la casa de Berny ―se percató. Entonces cayó en la cuenta―. Y el muchacho que corría es su hijo. ¡Dios! ¡Corre peligro! Tengo que hacer algo». Pensó en llamar a la policía, pero no llevaba el teléfono consigo. De todas maneras, no creía que llamando a la policía pudiera evitar algo.

Desde el lugar en el que se encontraba, del lado de su casa, no alcanzaba a ver nada, solo sabía que algo terrible iba a pasar. Haciendo uso de un valor que nunca había poseído, cruzó al otro lado de Azul y corrió hasta la siguiente intersección. Se ocultó en la sombra de un arbolito de ficus que había en la esquina. Pero aún no era suficiente. El coche gris, que a la escasa luz de la noche parecía negro, había quedado un poco delante de la verja de los Ederson, y debido al ángulo le impedía la visión.

Adelante había un contenedor de basura, azul y de plástico, alineado con la entrada de los Ederson. Si llegaba a él podría ver lo que ocurría. Pero hacerlo implicaba quedar demasiado cerca, podían verlo… No, no se atrevía. Su ración de valor no daba para más.

Estaba pensando en volver antes de que el tipo del coche subiera y por error lo iluminara con los faros, descubriéndolo en su escondite, cuando escuchó los gemidos y una voz suplicante.

―¿Por qué? ¿por qué? Yo no he hecho nada

―¿Por qué? ―replicó una voz un poco más profunda. Más oscura, se le ocurrió a Andrés―. ¡Oh, creo que tú sabes!

Hubo una pausa.

―No, no, no puedes ser tú, eso pasó hace tantos años…

―Y pasó ahora.

Siguió un grito de dolor. No uno estentóreo, de esos capaces de despertar al vecindario, sino uno apagado, como si al autor del grito le obstaculizaran la boca con algo. Y era eso lo que lo hacía más sobrecogedor.

«Lo están torturando.»

Pensó que ya había agotado sus reservas de valor por esa noche, pero descubrió que aún tenía más. Se descubrió así mismo avanzando en dirección al contenedor de basura mientras trataba de no hacer ruido y de mantenerse lejos de la luz de las farolas.

Por casualidad miró al cielo y sus ojos se abrieron como platos al mirar las nubes casi cuadradas que ocultaban la luna y las estrellas.

Y de pronto se vio invadido por una oleada de terror que lo paralizó a mitad de camino, completamente visible para el torturador del hijo de su amigo. Comprendió con horror que esas nubes no eran normales y que presagiaban que algo oscuro y voraz se cernía sobre el pueblo en el que había nacido.

«Y a menos que me oculte, será donde muera esta noche misma.»

Ese pensamiento lo espabiló. Y en lugar de correr de regreso, continuó adelante, hasta el contenedor de basura. Cuando por fin llegó, el corazón cabalgaba desbocado dentro de su pecho, amenazando con detenerse. Quiso exhalar un enorme suspiro de alivio, pero pensó que podría oírlo el torturador.

Se asomó por el borde del contenedor de basura, que medía 1.20 metros de altura. Lo que vio fue a un hombre en el suelo y a otro que lo miraba desde arriba; uno de sus pies descansaba sobre el pecho… del cadáver. Dio un respingo y casi suelta un alarido. El muchacho, sin duda el hijo de Berny, estaba muerto. No se movía y un charco de sangre empezaba a formarse a su alrededor.

Andrés se llevó las manos a la boca para reprimir un grito. Golpeó con el codo uno de los bordes del contenedor y se escondió justo antes de que la mirada del asesino se volviera en su dirección. No estaba seguro de haberse escondido a tiempo.

Oculto detrás del contenedor, con el corazón desbocado por el miedo, sopesó sus posibilidades de huir. No obstante, no se atrevía. Era probable que el asesino hubiera achacado el ruido a un gato callejero y él solo se pusiera en evidencia al echar a correr.

«Pero, ¿y si viene hacia acá, sigiloso como una sombra? —se preguntó—. Tengo que asomarme —decidió, valiente—. Si no viene, continuó escondido. Si viene, echo a correr y que Dios me socorra.»

―¡Mi hijo! ―balbució Berny Ederson.

Su amigo había oído los gritos reprimidos de su hijo y ahora salía en su defensa. Durante unos momentos se alegró, pues Berny, si escuchaba algún ruido sospechoso fuera de su casa, nunca salía sin su viejo rifle, que más que nada usaba para matar patos y pijijes en las lagunas del noroeste.

Santillana imaginaba que no tardaría en oír la detonación de los disparos y el golpe del cuerpo del asesino al dar contra el piso.

Lo cierto era que Ederson padre salió desarmado. Había oído la verja abrirse, después el fuerte frenazo de un coche y había intuido peligro. A pesar de ello, nunca se le ocurrió ir por su antiguo rifle. Más bien, algo evitó que se acordara de él.




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