La voz

32

Walter Ortiz no imaginaba que esa noche los acontecimientos se habían liado de una forma en la que él sería uno de los más perjudicados. Tenía diecisiete años y desde pequeño había sido instruido en los celos y el temor a Dios. Había ido a la Iglesia de Dios desde que tenía memoria, casi siempre en compañía de sus padres. Llevaba una vida sencilla y plácida, sin más preocupaciones que los estudios y los compromisos en el grupo de jóvenes cristianos.

De modo que jamás imaginó que esa noche de 27 de enero algo pudiera ser diferente. Aun cuando caminara solo rumbo a casa. Solo no, Dios siempre estaba con él.

Pero esa noche también le hacía compañía algo más.

Eran las once de la noche. Pocas veces regresaba tan tarde, pero sus padres no estaban, así que pasó a cenar en uno de los puestos de comida que había a un costado del polideportivo. Cenó chuleta de cerdo con harto cebollín sumergido en salsa y se alegró interiormente de no perseverar en una de esas iglesias donde comer carne de puerco está prohibido.

En las canchas, centenares de chicos jugaban o miraban los partidos de fútbol, básquetbol y voleibol en medio de un bullicio que invitaba a unirse a ellos. Walter no se planteó entrar al recinto. Sobre todo, porque muchas parejas pecaban de afectivas en público y algunas chicas jugaban al básquet con faldas demasiado cortas.

Solo un tonto se expone al pecado voluntariamente.

Eran las 11:03 de la noche cuando pagó y tomó el camino a casa, en Calle Davinci.

No se percató de que alguien lo había visto, primero con sorpresa, luego con odio reconcentrado.

*****

Carlos Pinilla y Jeffry Morales reconocieron a Walter Ortiz.

No estaban en el polideportivo, sino una manzana más allá, bajo una de las farolas de la calle. El primero estaba recostado en el poste del alumbrado y el otro acurrucado a un par de metros, enrollando el… un puro de marihuana. Ya había perdido la cuenta del número de churro que era.

Habían conseguido la hierba esa misma tarde. Les vino como caída del cielo (si es que el cielo puede hacer semejantes regalos), ya que ni siquiera estaban buscando hierba. Se encontraban en el Bar Colocado tomando una lata de Dorada Ice cuando un tipo se les acercó y los invitó a una cerveza. De manera que le permitieron que se sentara a la mesa de ellos.

―¿Les gusta la mota? ―preguntó poco después de que les llevaron las chelas.

El tipo era moreno y enjuto, tenía los ojos rojos y hundidos, lo que lo marcaba como un consumidor asiduo de hierba. No dijo su nombre ni ellos lo preguntaron, pero estaría bien echarse un pitillo.

En el interior del Colocado estaba prohibido fumar hierba (inhalar cocaína estaba bien, pero no marihuana, por el olor), pero nadie dijo nada del exterior. Así que se fueron al patio trasero y enrollaron un puro que fueron pasando entre los tres. Después, el desconocido dijo que debía irse, y les regaló la hierba que andaba encima, que resultó ser varias onzas, más de lo que hubieran imaginado.

Estaba buena, mucho muy buena, como decía Jeffry cuando la droga empezaba a hacer efecto. Desde ese momento no habían dejado de hacer un pitillo cada media hora, más o menos. Así que llevaban… quién lo podría saber. Ellos mismos no sabían qué hora era.

El puro que Jeffry estaba enrollando sería el último. La hierba, aunque en considerable cantidad al principio, se había ido como diente de león con el viento.

―Tengo un poco de coca de lo que sobró ayer ―dijo Jeffry entre risitas y susurros―. ¿Quieres que se la ponga al puro?

―¡Si serás de bruto! Eso ni se pregunta. Que no quede nada en la bolsita.

Pronto estuvo terminado. Era dos veces más grande que un Marlboro y cuatro veces más grueso, envuelto en simple papel de cuaderno, delgado en las puntas y panzón en el centro, como una serpiente que se ha tragado un hurón. Era el más grande que hacían en todo el día, sumado a la cocaína espolvoreada en el interior, quedaba garantizado que flotarían.

―Haz el honor ―dijo Charlie a Jeffry, tendiéndole el encendedor.

Fue en ese momento que vio a Walter Wacala en los puestos de comida, metiéndose el tallo de un cebollín en su asquerosa boca; pese a la distancia vio sus labios gruesos como gusanos brillar por la grasa. Los imaginó pegados a los labios de Anita. Peor aún, los imaginó recorriendo los pezones erectos de la chica, bajando, bajando todavía más…

―¿Es ese el pastorcito en potencia? ―quiso asegurarse preguntándole a Jeffry, a la vez que tendía la mano para que este le pasara el churro.

Dio dos caladas con fuerza. De pronto se sentía muy molesto y el odio y la rabia lo recorrían en ardientes oleadas. Las semillas y el polvillo produjeron leves explosiones. El olor que resultó no era muy agradable, pero la sensación era de flotar, de ser más que humano, de ser como un ángel, un ángel de la muerte.

Jeffry tuvo que forzar mucho la vista para reconocer algo.

―¡Ey, sí! ¡Claro que lo es! —confirmó.

Walter no osaba siquiera imaginar que existiera alguien que lo odiara. Es cierto que los chicos entregados a Dios no caen bien en todas partes, pero de allí a que alguien lo odiara… sencillamente nunca cruzó por su cabeza.




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