La voz

37

Cristian despertó a las 3:53 de la madrugada. Se sentía agotado en demasía, los oídos aún le zumbaban y en la cabeza reverberaban fuertes palpitaciones. El dolor de cabeza no remitiría hasta las siete de la mañana.

Recordó el tacto de la niebla, y pese a las gotas de sudor en su cuerpo y a la cobija que lo cubría, sufrió un escalofrío. El tacto había sido… aceitoso, no estaba seguro de que era el adjetivo que buscaba, pero era válido. Aceitoso y rancio, una sustancia insalubre y maligna que penetraba por sus poros.

«Esa casa, ¿la he visto antes? ―Forzó la memoria, pero solo consiguió que la cabeza le doliera más―. Aguasnieblas no es tan grande, podría encontrarla antes de que termine el día.»

Decidió que buscaría por la mañana. De momento, estaba demasiado cansado. Intentó dormir, pero en su mente veía un cuchillo descender y ascender con un sonido húmedo. El sonido era muy parecido al que hacía de pequeño con sus botitas que se pegaban al fango, flof flop. ¿Habían asesinado a alguien? Estaba seguro de que era así. Tomó su teléfono, pero aún era demasiado temprano para que hubiera nada en las páginas de noticias locales.

Acomodó la almohada bajo su cabeza y agregó sus manos como una segunda almohada. Miraba el techo oscuro en el que ya se veía algunas telarañas mientras se preguntaba por qué había soñado con ese asesinato. Creía que solo soñaba con aquellas muertes que provocaban los Cazadores. Y estaba seguro de que ninguno de los dos tipos de su sueño pertenecía a la banda criminal; los recordaba demasiado bien a pesar de la máscara.

La respuesta vino en un chispazo de clarividencia. Incluso se incorporó y se quedó sentado a mitad de la cama. «No sueño con las muertes a manos de los Cazadores ―comprendió― sueño con las muertes en las que Elliam está involucrado». De pronto tuvo la certeza de que el sueño y la casa eran más importantes de lo que creía. ¿Qué era lo que había allí de importante?

Cogió su teléfono, buscó el chat del grupo “Los Elegidos” y escribió:

   ¿Están despiertos?

Lo estaban. Lo había sabido desde antes de empezar a escribir. De alguna manera habían estado en su sueño. Sin la invaluable aportación de ellos nunca habría vencido a la densa neblina.

   ¿Estaban en mis sueños?

   ¿Vieron la casa?

Explicaron que escucharon su llamada de auxilio en mitad de sus sueños.

   Yo soñaba que papá en lugar de mi vieja bicicleta me compraba una moto ―escribió Erick—. Estaba subiéndome a ella cuando oí tu voz. Miré a todos lados, y no te vi. Pero me necesitabas, lo sentí, y… me liberé, no sé cómo decirlo, y acudí en tu ayuda. Y entonces flotaba a tu lado. No me vi, pero estaba allí. Cuando cruzaste la niebla, lo vi todo.

El resto contó una experiencia similar, aunque nadie más describió qué soñaba en el momento que escucharon el llamado de Cristian.

Luis soñaba con Kate, en sueños caminaban de la mano y ella olía una rosa que él le había regalado mientras le decía que lo quería, se moriría de vergüenza si escribía eso en el grupo.

Katherine, por el contrario, soñaba con su padre por enésima vez. Este no la había golpeado desde lo del secuestro, incluso parecía haberse ablandado, pero en sus sueños, su progenitor seguía siendo un tipo irascible que la llamaba “puta”. Cuando escuchó el llamado de Cristian, Kate estaba encerrada en su habitación, la espalda apoyada contra la puerta, haciendo contrapeso para que su padre no la derribara.

Kim, por su parte, había vuelto a la cabaña, atada de pies y manos a una mesa negra salpicada de sangre. La mujer con máscara de gata sostenía en una mano unas tijeras y en la otra unas tenazas, y se acercaba peligrosamente. Kimberly no gritaba, tenía miedo sí, pero era un miedo calmo que se veía superado por la curiosidad.

Miraba la máscara de gata con perspicacia; miraba las manos suaves y gráciles de la victimaria enfundadas en guantes blancos, el antebrazo era cobrizo, y tenía la sensación de haberlo visto antes; luego estaba un mechón que se había escabullido debajo de la máscara, ondulado, brillante, color caoba, y pensaba que ese rulo le resultaba familiar.

Fue entonces que escuchó la voz de Cristian, llamando, clamando ayuda y ella había acudido. Acuciada por la súplica impregnada en el llamado, se desprendió de las correas y voló al encuentro de aquella voz angustiada. A pesar de que los llamaba a todos, había sentido que la necesitaba a ella más que a nadie. No lo admitiría en voz alta, pero se sintió complacida.

   En esa casa hay respuestas ―escribió Cristian―. Si alguien sabe dónde queda, que lo diga, si no, habrá que salir a buscarla apenas salga el sol.

Nadie la había visto antes. Pero para todos era claro que había que encontrarla. Les resultaba muy lógico que las respuestas estuvieran en esa casa, si bien nadie entendía el porqué.  

   ¿Será la Guarida de los Cazadores? ―aventuró Kimberly.

Todos estuvieron de acuerdo en que era probable, pese a que la casa no tenía el aspecto de ser el escondite de una banda criminal. Con todo, lo mejor era no hacer conjeturas.

Como solo Cristian tenía moto, se acordó que él iría con Luis. Kimberly prometió que conseguiría permiso de su madre para llevarse la motoneta. Erick dijo que ya vería.




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