La voz

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Resulta que Erick no se unió a la búsqueda hasta que faltaba cuarto para las diez. El motivo: Amy le dio una lista de compras después del desayuno y lo mandó al mercado en la vieja Vecesa de ella, de esas que traen cestillo enfrente. De modo que el pelirrojo pasó las siguientes dos horas en el mercado entre verduras y robustas matronas.

El lado bueno fue que, al volver, su madre le dejó la bicicleta, que, si bien era de mujer, todavía era peor ir arrastrando los pies sobre el polvo.

Entonces, cuando empezó a pedalear para internarse en barrio Nuevo (que en realidad solo era más nuevo que barrio Viejo, y más antiguo que los demás), pensó que no estaba mal pedalear sobre la bici de aros pintados con spray y de colores desvaídos. Era agradable sentir la caricia del viento, el roce del sol, ese esfuerzo por el pedaleo que te mantenía vivo.

Definitivamente, para Erick, la bici era mejor que una motocicleta. Además, con la bici no dañabas el medio ambiente y podías fingir ser Lance Armstrong. Bueno, Lance se había dopado y era norteamericano, pero siempre podías optar por Nyron Quintana.

Esa mañana no fingió ser Quintana en una bici de mujer (la imagen le resultó graciosa), porque cuando eres adolescente ya no juegas a ser esas estrellas, sueñas con emularlas. Así que, mientras pedaleaba, imaginó que era un gran prospecto en entrenamiento, y la bici no era una vieja Vecesa de mujer No. 24, sino una de esas altas de llantas delgadas (de esas de carrera, una aero) que se usan en las competencias. Eso sí, solo ejercitaba los músculos, por eso no iba rápido.

Por un momento se olvidó de todo; de la Voz, de los Cazadores, los Elegidos, las muertes, los horrores.... Solo era él y la bicicleta, la bicicleta y él, ambos eran uno. Los dos sentían la misma resistencia del viento, ambos sufrían las nubes de polvo que levantaban otros vehículos (bueno, la bicicleta no tenía ojos que le escocieran) y ambos rebotaban sobre la carretera irregular de balastro.

Descubrió que podía abandonarse a esa sensación de plenitud; pedalear y sentir el viento, pedalear y correr con el viento, pedalear y alejarse con el viento y la caricia del sol. ¿Quién le impedía pedalear por la eternidad?

Pero había algo que hacer. Y de pronto esa sensación de libertad y plenitud lo abandonó. Volvió a ser Erick el crío, no el prospecto, Erick el que tenía miedo y oía voces en su cabeza.

Se olvidó de su juego de niños y se concentró en la búsqueda. Jamás volvería a ser Erick el crío feliz si no terminaban con la amenaza que pendía sobre Aguasnieblas. ¡Tenía una misión que cumplir!

El frío de diciembre era cada vez más un recuerdo lejano. Esa mañana del lunes 28 de enero, el sol empezaba a azotar con brío. Eran las diez de la mañana y el disco brillaba con fuerza en la bóveda celeste. No tardó mucho en empezar a sudar; con todo, no era una sensación desagradable.

La primera calle que recorrió, que no tenía nombre (la mayoría de neblinenses la identificaban como la primera calle de barrio Nuevo o la octaVA, depende de a quién se lo preguntaras) era una de las más despobladas del municipio. Únicamente había siete casas ahí: las primeras cuatro estaban cerca, dos a cada lado, la quinta estaba en la cuarta manzana, la sexta en la quinta y la séptima en la sexta. Lo demás, eran predios sin construir, que nadie cedía a los más necesitados, pero que tampoco habitaban.

Ninguna de las siete casas era la de block morado y madera verde.   

Las calles siguientes estaban más pobladas, aun así, el espacio entre una y otra llegaba a ser hasta de una manzana. Punto a favor era que el tráfico escaseaba, y podía correr en la bicicleta como si estuviera en una pista privada.

En segunda, tercera, cuarta calle, tampoco encontró nada que lo pusiera alerta.

En quinta calle de barrio Nuevo no apartó la vista de la carretera. Era en la que vivía, y ya sabía que por ahí no iba a dar con lo que buscaba. Si no la obvió fue porque no quiso desdeñar a su querida calle.

Amy Fuentes lo vio pasar frente a la casa como un borrón, y tuvo que mirarlo dos veces para constatar que era su hijo. Quiso gritarle que tuviera cuidado, que era imprudente manejar a esa velocidad en la aldea, pero cuando pensó en alzar la voz, el muchacho ya estaba llegando a la esquina. Qué pensaría la matrona si supiera que lo que lo que para ella era exceso de velocidad, para su hijo no era otra cosa que “velocidad de crucero”.

En octava calle de barrio Nuevo (o la primera, depende de a quién le preguntaras), se detuvo de súbito. De pronto la sensación de bienestar que le producía el andar en bici desapareció, reemplazada por el miedo. El sol, implacable en su recorrido hacia el cénit, se había vuelto frío.

«Estoy cerca», pensó, no como una pregunta ni como una posibilidad, sino como una certeza. Una certeza aterradora. Las sienes le palpitaban por el esfuerzo físico, y el corazón, por el miedo.

Estaba a unos quince metros de la última esquina de barrio nuevo, la esquina más suroccidental de todas. Al cruzar la esquina, la calle se prolongaba unos cien metros más, y moría en un enramado de vegetación. Al lado izquierdo había una casa de block y madera, cercada con alambre de púas y un portoncito rojo óxido; en el derecho estaban construyendo una casa pequeña, si bien ese día no había nadie trabajando, y un almendro con las ramas cortadas en capa daba sombra a un montoncito de arena pobremente cubierto con nylon negro.




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