La voz

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El aparatoso final del bus número 57 propiciado por los Cazadores fue más de lo que las buenas gentes de Aguasnieblas estaban dispuestas a permitir. Hacía tiempo que los Cazadores eran los indeseables número uno del municipio, pero lo de la última semana, y ahora lo del bus…, francamente, habían pasado por mucho el límite.

Los sentimientos que empezaban a gobernar las mentes de los aguaneblineros variaban en matices, pero hacia el final, todos desembocaban en uno solo.

El primero de los sentimientos fue el miedo; miedo a lo que los desequilibrados se propusieran hacer con ellos y sus seres queridos. ¡Ahora resulta que se estaba en peligro hasta cuando se viajaba en los buses! Tampoco podías salir de noche porque estos maníacos te podían coger y, por deporte, provocarte una cruel muerte.

¿Acaso era una competencia entre ellos mismos?

¡Ey, chicos, ya no hay que robar ni estafar! Para qué, ya tenemos suficiente dinero, además, esas trivialidades ya no resultan tan divertidas. ¿Qué les parece si hacemos una competencia? Digamos, gana el que más personas mate. Se vale de todo; matar a una, a dos o tres, a los pasajeros de un microbús, una escuela, una iglesia, no hay límites para la creatividad. Sí, nos gusta esa idea, pero, ¿cuándo nos detenemos? ¿Cuándo va a ser?, cuando nos aburramos. ¿Y si nunca nos aburrimos? ¡Pues hasta que no quede nadie en Aguasnieblas!

No era descabellado pensar que era eso precisamente lo que los Cazadores llevaban a cabo, una competencia, ya que no parecía que actuaran movidos por un móvil más concreto. Y ellos, nieblenses, eran sus juguetes, como ovejas pastando que no sabían cuándo ni de dónde podía saltar el lobo.

Y esa sensación, de saberte a merced de esos psicópatas, era aterradora.

Aunado al miedo venía un sentimiento de hastío, de cansancio. Ya estaban hartos y cansados de la impunidad con la que estos criminales campaban en la ciudad. Se movían como liebres en su madriguera, con absoluta libertad.

Estaban hartos de ello. Hartos de la larga lista de crímenes, a cual más atroz que el anterior; hartos de muertes de inocentes, de torturas… Ya era tiempo de poner un BASTA, y si las autoridades no eran capaces de imponerlo, alguien más tenía que hacerlo. La población misma, de ser posible.

Otro sentimiento que compartían era el de frustración. Frustración por las autoridades ineptas que tenían, incapaces de dar con los Cazadores a pesar de los múltiples crímenes de que eran autores. Frustración por ellos mismos, ciegos como todos los demás. ¿Cómo era posible que nadie sospechara quiénes se escondían tras las máscaras de animales de presa?

¡Nadie!

En cuanto se enteraron de la trágica muerte de los pasajeros del bus número 57, las buenas gentes de Aguasnieblas empezaron a hablar entre sí, cosa que no tenía nada de extraño. Como tampoco es extraño que susurren que de tener en sus manos a tal o cual criminal le darían una lección que nunca olvidaría, sobre todo cuando se trata de un suceso que conmociona a más de uno.

Lo raro fue que en esta ocasión no fueron charlas bajadas de tono, ni confidencias entre unos pocos. Casi todos hablaban que de tener en sus manos a los Cazadores les darían una lección como pocas veces se ha visto.

Helbert Betancourth, que se envanecía diciendo que descendía de franceses, fue de los primeros en susurrar, como siempre, a los oídos de su vecino Eduardo Blanco. Eso de susurrar es solo un decir. Al enterarse del destino del viejo bus número 57, uno en el que ya había viajado un par de veces, y a manos de quién sufrió tan cruel destino, se acercó a la cerca que separaba su terreno del de Eduardo Blanco y lo llamó.

Era lunes, y se suponía que Eduardo debía estar trabajando. Era veinte años menor que Helbert y aún tendría que trabajar duro para ganarse la jubilación, pero Helbert lo había visto rondando por la casa, de lo que dedujo que no había ido a trabajar.

Esa misma mañana Eduardo le había confesado a su esposa que no sentía deseos de ir a trabajar, si bien no supo explicar el motivo. Ella era una mujer comprensiva, amén que su esposo trabajaba arduamente, de modo que no puso peros a que se quedara ese lunes en casa.

―Además ―diría después―, cuando dijo que no quería ir a trabajar yo estaba en la cocina preparando el desayuno. Él se asomó por la puerta ―en esta parte siempre se le escapaban amargas lágrimas―, y cuando lo vi me asusté. Su rostro estaba desencajado, y pensé que era el rostro de una persona muy enferma, o peor aún, el rostro de un muerto. Pero al llevarme las manos al rostro por el susto y verle de nuevo, era mi Eduardo de siempre, y creí que solo había sido mi imaginación. Después… después de lo que pasó, entendí que era un presagio, pero yo no lo supe ver y lo dejé quedarse, si le hubiera dicho que fuera a trabajar, quizá… quizá mi querido Ed… —Lo que seguía era un llanto lastimero que tardaba en cesar.

Eduardo escuchó que el cansino de Helbert le llamaba. Por lo general se hacía el rogar, pues Helbert, militar retirado, no hacía otra cosa que importunarlo con cháchara. A veces era divertido discutir con él, pero solo a veces. Sin embargo, ese lunes acudió presuroso a su llamado, casi como si lo hubiera estado esperando.

Mientras iba camino de la cerca se le ocurrió que lo que fuera que le iba a decir el viejo tenía que ver con esa inquietud que lo mantuvo en casa ese día.




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