La voz

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Andrés Santillana estaba sentado en una banca, color azul, frente a su casa ubicada en calle Azul, zona 4. Todavía estaba vestido de negro y tenía los ojos llorosos. Durante el entierro las lágrimas habían alcanzado su barba entrecana, ahora ya había desaparecido la humedad, pero los ojos permanecían brillantes y sentimentales. Pocas veces se había sentido tan destrozado como esa vez. Acababa de regresar del cementerio y no había ido al trabajo.

No es que Berny Ederson y él fueran grandes amigos. Su relación era más bien de cortesía, y quizá en otro momento no le hubiera afectado tanto su muerte, pero no en aquella ocasión. No había perdido la vida solamente. Antes fue presa de un horror del tamaño del universo al ver a su único hijo tendido en el suelo, a los pies de su verdugo, con la sangre manando de su cuerpo todavía caliente.

«Luego vio cómo el Halcón se acercaba, despacio, con la daga plateada destilando sangre en una mano, la horrible máscara cubriéndole el rostro. ―Por alguna razón pensó en el protagonista de una película de terror, en ese que utiliza una máscara de huequitos―. Y no pudiste correr viejo bobo, te quedaste allí, hipnotizado por la sorpresa y el horror de ver a tu hijo muerto. ¡Dios! Solo de imaginar lo que sentiste hace que la rabia recorra mis venas con furia. ¡Tonto de mí! ¡El coche estaba cruzando la calle y mi propia cobardía me impidió siquiera ver la matrícula!».

Sintió que las lágrimas volvían a asomar a los ojos. Las limpió con un pañuelo antes de que brotaran y miró a la calle, para no pensar más en su viejo amigo y en su propia cobardía.

Al otro lado de la calle el perro de los Martínez estaba asomado a la verja de entrada. Eran las 12:33 y el perro lo sabía de alguna manera. Sabía que pronto la calle se vería salpicada de estudiantes, unos volviendo a casa y otros, camino de la escuela. Entonces les ladraría.

A su costado, la puerta se abrió de súbito. Andrés dio un brinco digno de un sapo.

―Papá, dice mamá que la comida está lista ―avisó Andrea, medio sonriendo por el susto que le provocó a su progenitor.

―Ya voy.

Su voz no debió parecer firme, porque su hija, que ya traía la falda del colegio puesta, se acercó y le puso una mano en la espalda.

―¡Oh, papá! No sabía que te llevaras tan bien con don Berny.  

―Ni yo ―respondió, cansino.

―Y yo que tenía miedo de decirte que me gustaba para tu consuegro ―dijo su hija con una medio sonrisa en un intento de broma.

Andrés la hizo sentarse a su lado, la abrazo con fuerza y le dio un beso en la frente.

―No habría estado mal, hija. ―Le dio otro beso.

Cómo decirle que no todas sus lágrimas eran por la tristeza de su amigo asesinado, sino que eran, en parte, por el miedo, la culpa y la vergüenza. Vergüenza por su cobardía; culpa por no haber podido hacer nada para salvar a los Ederson, y miedo de lo oscuro e inseguro que pintaba el futuro. Miedo por su esposa y por él, pero, sobre todo, miedo por Andrea y Andrés, sus dos hijos que eran la razón de su vida.

Andrés no estaba en Aguasnieblas, vivía con unos tíos en San Benito mientras terminaba la universidad, y hacía visitas de un fin de semana regularmente.

«¿Y si en lugar de Fredy el chico perseguido hubiera sido mi Andrés? ¿Y si en lugar de a Walter Ortiz hubieran seguido a mi Andrea cuando volvía de la iglesia con su madre? Este lugar es un caos y yo tuve la oportunidad de detenerlo, y no hice nada, solo me escondí detrás del basurero como un cobarde.»

―¿Conocías al muchacho que mataron anoche? —preguntó a su hija.

―¿Que si lo conocía? Éramos grandes amigos, papá. Estábamos en el mismo grupo de jóvenes. Era un cristiano ejemplar. No entiendo por qué le hicieron todo eso. Por la mañana, cuando me enteré, le hablé a Anita, su novia. La pobre está destrozada. También quería llamar a su mamá para decirle que contaba con mi apoyo, pero al final me abstuve, debe ser la más afectada, y encima tiene que organizar lo de la vela.

―Hiciste bien. ―Le dio otro beso en la frente―. Siento mucho lo de tu amigo.

―No lo sientas. Me parece que estás más afectado que yo.

«¡Cuánta razón tienes! Pero es porque tengo miedo. Bien sabe Dios que este lugar nunca ha sido seguro, con esa niebla del demonio que ha perdido a muchos y con la alta tasa de delincuencia, pero se podía vivir. Y ahora, ahora siento que no es seguro ni estar aquí en la calle. Quién sabe, puede que ahora pase uno de esos monstruos en su lujoso coche, saque un arma por la ventanilla y nos dispare. ¡Oh Dios!»

Por la derecha se acercaba un auto gris, de vidrios oscuros. El corazón de Andrés se puso a mil por hora y abrió la boca sin darse cuenta. «¡Es ese! Juro que ese es el coche de antenoche, el del asesino de los Ederson». Permaneció inmóvil, un brazo en la cintura de su hija, los ojos desorbitados y la boca entreabierta. Si la ventanilla se hubiera bajado y un brazo con un arma hubiera asomado y disparado, Andrés, paralizado por la sorpresa, nada hubiera podido hacer ni por él ni por su hija.

José, el Halcón, no prestó atención al adulto ni a la joven sentados en la banca. Estaba lejos de sospechar que ese hombre había sido testigo de sus primeros y únicos asesinatos, ni que desempeñaría un papel fundamental en su futuro inmediato. Su cabeza tenía otros asuntos más importantes. Como, por ejemplo, que al parecer él había disparado al chófer de un horrible bus lleno de pasajeros. Se había enterado apenas hacía cinco minutos. Ahora entendía el porqué de las prisas de Jaime y Amanda para que se reunieran. La situación era de alarma.  




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