La voz

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LA VOZ

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO

Cristian experimentó una fuerte impresión cuando vio el árbol de almendro cortado en capas a su derecha y el portón rojo óxido encajado en dos muros de concreto a su izquierda. Sufrió una sensación de desdoblamiento, como si la realidad se fusionara con los sueños.

―Y pensar que pasamos a unas cuantas cuadras de este sitio ―dijo Luis.

―Irónico, ¿no? ―repuso Cristian, que notó un leve temblor en su voz. La sensación de desdoblamiento no terminaba de abandonarlo.

―No veo a nadie en la casa ―señaló Erick, mirando la casa del portón rojo óxido―. Puede que salieran.

―Mejor para nosotros ―se alegró Luis.

Los tres iban en la Pulsar de Cristian, algo apretados. Kimberly y Katherine les seguían en la motoneta de la primera. Habían quedado en averiguar si había gente en la primera casa que pudiera delatarlos, de haberla, irían a otro lado donde pudieran esconder las motos, se internarían por la maleza y entrarían al terreno de la Bruja por el lado que daba al henar. No había gente, y eso facilitaba un poco la misión.

―Vamos hasta donde termina la calle ―dijo Cristian. Hizo un gesto con la cabeza a las chicas, que lo siguieron―. Hay que esconder las motos en el monte. Si alguno de los Cazadores las ve, las reconocerán.

De eso nadie tenía duda, después de todo, debieron vigilarlos largo tiempo antes de seleccionarlos para su ritual. De manera que, tras llegar al tope de la calle, metieron los vehículos entre la maleza y se aseguraron de que no eran visibles desde ningún lado.

―No podemos ir todos ―hizo ver Cristian―. Solo iremos los varones, las chicas se quedan.

―¿Y eso por qué? ―se plantó Kimberly, con las manos en las caderas.

―Puede ser peligroso ―señaló Erick.

Luis estuvo de acuerdo.

―Será peligroso si nadie se queda vigilando ―dijo Cristian―. Y eso es lo que harán ustedes dos. Su tarea es más importante que la nuestra. Si alguien viene y no nos previenen a tiempo, entonces sí que estaremos en aprietos.

Las chicas accedieron a regañadientes.

Tras discutir un minuto sobre el lugar adecuado en el que apostarse, se acordó que Kimberly se quedaría junto a las motos, entre la maleza, con lo que vigilaría la calle y los terrenos del otro lado de la casa de la Bruja. A Katherine se la mandó a la casita que estaban construyendo junto al almendro. La casita solo tenía los vanos de las puertas y las ventanas, de modo que era posible vigilar desde allí la esquina y las calles laterales.

Les resultó muy conveniente que los albañiles no hubieran ido ese día a continuar la obra. No sabían que los albañiles, Gerson Más y Jarry Gómez, sufrieron de la misma inquietud que Eduardo Blanco, y que por eso se habían excusado del trabajo por ese día.

―Si ven algo sospechoso, escriban al grupo ―indicó Cristian―. Uno de nosotros tendrá el teléfono siempre a mano.

Tras asegurarse de que todo estaba listo, sacaron de la mochila la sierra, el cuchillo, el fino alambre y un pequeño martillo, todo comprado a última hora en la ferretería. La harían de ladrones novatos para entrar a la casa. De todas las herramientas, Cristian tenía el presentimiento de que solo necesitarían la sierra.

Tras un tímido “buena suerte” de Kimberly, y una sonrisa, que parecía dirigida solo a él, Cristian fue el primero en saltar la malla que circulaba el terreno. Los demás le siguieron de inmediato, sin mayores contratiempos. Corrieron sigilosos hasta alcanzar el corredor y la puerta.

―¡Se los dije! ―dijo Erick.

Erick había dicho que creía que la puerta tenía candado, y así era. En Aguasnieblas, la mayoría de las casas de los barrios usaban todavía el antiguo sistema de anillas y un candado para asegurar sus puertas. Y eso fue una suerte en esa ocasión.

―Entonces la sierra.

Mientras Luis sostenía el candado para mantenerlo inmóvil, Cris empezó a cortar. Era una sierra pequeña, de unos veinte centímetros de largo y dientes finísimos. La sierra se resbalaba y no empezó a abrir camino hasta que hizo una mella de donde no se salía.

Erick vigilaba, miraba constantemente el teléfono por si alguna de las chicas escribía y giraba el cuello para todos lados. Al no tener qué hacer, era el más nervioso. Tuvo tiempo para pensar que estaban asaltado una casa a plena luz del día y rogó para que ni la vieja ni el niño vecino se asomaran a la ventana. «¿Y si ya nos vieron y llamaron a la policía? ―se preguntó con miedo―. Es cierto que la policía está ocupada, pero seguro que con uno que manden es suficiente para atrapar a unos chicos jugando a ladronzuelos. Bueno, si nos atrapan les diremos la verdad, de esa…».

Cristian cortó el hilo de sus pensamientos.

―¡Listo! ―anunció.

Tenía el candado cortado en la mano.

―Vamos, adentro.

Puso una mano en la puerta, para empujarla; fue cuando las dudas lo asaltaron.

Esa era la casa de la bruja. ¿Podía ser que también fuera el lugar donde Elliam residiera físicamente? La idea no le pareció absurda, sino lógica.

Imaginó que abría la puerta y un olor fétido y nauseabundo le asaltaba las fosas nasales, le ponía los ojos llorosos y, en el fondo, una criatura amorfa lo esperaba con ojos grandes, horribles y divertidos, malignos, y lo llamaba: “Ven Cristian, ven y aliméntame”. Y él caminaba.

―¿Qué esperas? ―apremió Luis―. Vamos, empuja. Deja, yo lo hago.

La puerta se abrió develando oscuridad. No los recibió ninguna vaharada de aire fétido con aroma a muerte, ni en el fondo había una criatura esperando para devorarlos.

Entraron y cerraron la puerta a sus espaldas.

Entre la lámina y la pared de madera había rendijas de unos diez centímetros, con lo que el lugar se tornó claro en poco rato. Con todo, para asegurarse de que no se les escapaba ningún detalle, prendieron las luces de la casa. Si alguien las miraba encendidas, pensaría que Amanda había olvidado apagarlas.




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