La voz

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―¡Cómo se nota que no tiene idea de lo que ocurrió allá arriba! ―vociferó el jefe Henrich.

Y era cierto. Hasta que el oficial no le dio someros detalles del terrible accidente ocurrido al bus número 57, Andrés no había sabido del terrible suceso. Otro crimen cortesía de los Cazadores.

―El microbús quedó convertido en auténtica chatarra ―dijo el oficial Henrich, siendo más explícito en esta ocasión, pero sin bajar la voz―. Los cuerpos son irreconocibles y están enredados unos con otros, con los sillones y con el armazón del bus. Nuestros medios no dan abasto para retirar los cuerpos de esas pobres gentes. Ya llegó ayuda de Sayaxché y viene también de San Benito. Y mi deber es estar allí, resguardando el perímetro y manteniendo a raya a los centenares de curiosos que merodean la escena. No tengo tiempo para sus creencias, Santillana.

―De acuerdo, quizá me equivoqué al decir que creo que sé dónde se esconden los Cazadores ―repuso Andrés, tratando de sonar razonable. A Henrich le pareció que el tono del civil era condescendiente, como si hablara con un estúpido―. Me corrijo, estoy seguro de saber la ubicación de la Guarida de los Cazadores. Y su deber es ir ahí con todos sus efectivos y detenerlos.

―Mi deber no lo establece usted, señor. ―Henrich lo hizo a un lado y siguió caminando.

Estaban fuera de la comisaría. Santillana había llegado minutos antes, apresurado y tembloroso. Henrich había estado a punto de creer el disparatado cuadro que le pintó, en el que su interlocutor hacía de detective y seguía la pista a uno de los miembros de los Cazadores hasta dar con su guarida. Pero después, algo, no sabía bien qué, lo hizo convencerse de que todo eran patrañas.

Tenía que reconocer que el tipo era pertinaz: no había dejado de dar lata en todo el trayecto desde su oficina al exterior.

Y no parecía haber terminado.

―No les estoy diciendo qué hacer ―replicó Andrés, elevando la voz, frustrado por toparse con una cabeza hueca tan grande―. Le digo que sé dónde están esos malditos para que usted vaya y los atrape. No lo hago para fastidiar.

Había al menos un centenar de civiles frente a la comisaría. Muchos de ellos tenían familia entre las víctimas y querían noticias, el resto, simplemente no tenía qué hacer. Estos últimos se habían acercado al edificio movidos por una sensación de expectativa, como si presintieran que algo iba a ocurrir y que ellos tenían que estar ahí.

Cuando se dieron cuenta de que un civil le gritaba al jefe Henrich, toda la atención se volvió con ellos.

―De acuerdo ―dijo Henrich, bajando la voz―. Le asignaré una patrulla y cuatro agentes para que vayan a echar un vistazo a ese lugar que usted menciona, si de verdad hay algo sospechoso, nos encargaremos de ello luego. De momento el deber me llama.

Llamó a un subalterno para darle instrucciones. Pero Santillana no había terminado.

―¿Qué? —vociferó— ¿Cree que cuatro personas serán capaces de detener a los Cazadores? Sí sabe de quiénes le hablo, ¿verdad? Pues pareciera que no. Hablamos de una de las bandas criminales más mortíferas del país. No se tentarán el alma para deshacerse de sus policías. Lo que tiene que hacer ir con todos sus efectivos y rodear la casa. Si yo fuera usted, incluso solicitaría ayuda del ejército.

Henrich estaba harto. Acercó su rostro crispado por la rabia al civil, que por una vez pareció darse cuenta de que hablaba con el oficial en jefe de la comisaría.

―Ya me tiene harto ―siseó―. O lo toma, o lo deja. Pero deje de gritar como verdulero o haré que lo encierren por escándalo en la vía pública y por faltar al respeto a la autoridad.

En los ojos del civil reconoció el miedo. Se permitió una leve sonrisa de triunfo. No obstante, su interlocutor tenía su temple, se recuperó casi en seguida. Se alejó un paso de Henrich.

―Quédese con sus policías ―dijo con furia contenida―. Y váyase a donde le dé la gana. Pero como esos criminales sigan sembrando el terror en el pueblo y cambien de escondite, toda la culpa recaerá en su conciencia.

Dio media vuelta y se marchó hasta perderse en el anillo de curiosos que rodeaba la comisaría. Pronto estos empezaron a acosarlo con preguntas.

«¿Y si dice la verdad? ―se preguntó Henrich con súbito temor. De pronto tuvo la certeza de que si se iba algo muy malo iba a ocurrir―. ¿Y si de verdad sabe dónde están los Cazadores? Podría terminar con todo este horror y llevar a esos asesinos a la justicia, y yo me ganaría un ascenso. Después de todo, los muertos en el accidente ya están muertos, y seguro que los bomberos pueden con ello. Quizá debería llamar a las unidades apostadas allá y también telefonear a Efraín Montiel, el coronel de la brigada para que me brinde apoyo…»

Sí, sí, había mucho que pensar, y las posibilidades de que Santillana tuviera razón eran muy altas. Pero al final, el orgullo era más grande. Ya había desmentido al civil en público, no podía echarse para atrás.

―A la escena del accidente, muchachos ―vociferó y subió a la patrulla―. Aléjense ―gritó a los civiles― que la policía va salir.

Mientras enfilaba hacia el Boulevard, vio por el retrovisor que el grupo de curiosos crecía alrededor de Santillana. Durante un momento vio con claridad que ese círculo significaba problemas. Pero tenía la mente tan aturdida que no les prestó más atención.




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