La voz

57

―¡Como que estamos jodidos! ―dijo Amanda. Revisó el cargador del arma, asegurándose de que estaba lleno de tiros, cosa que ya había verificado antes de salir de casa―. ¡Atropella a esos malditos!

―Estamos jodidos ―repitió Jaime, que giró la llave en el interruptor del auto, el motor ni siquiera hizo el amague de arrancar.

―¡Mierda! ―musitó Amanda―. Sí que estamos jodidos.  

En los dos años que llevaba de conocer a Jaime, nunca había escuchado que el Ford se le quedara parado. «Y miren el momento que escoge para hacerlo por primera vez». Lo peor era que sospechaba que el que el auto se parara no era casualidad.

El Corolla de José imitó al Ford y empezó a retroceder. Por un breve momento la More miró aliviada que el Corolla seguía funcionando. «Solo tenemos que transbordarlo y a por esos malditos». Malditos que continuaban acercándose desde todas direcciones. La esperanza duró lo de un latido de corazón: el Corolla se apagó de golpe.

―¡También el otro! ―lamentó, sintiendo un nudo en la garganta y el miedo que la estrujaba como una serpiente―. Pero aún tenemos autos dentro.

Jaime la miró en esos momentos. Amanda sintió que el corazón se le encogía de pena: el rostro del Seco era el reflejo la muerte, no, de algo peor que la muerte. La fatalidad lo cubría como una máscara.

―De nada serviría ―dijo―. Los demás tampoco funcionarán. Es más, te aseguro que no podrías abrir el portal.

Amanda salió del auto como si la hubieran retado. La muchedumbre seguía acercándose desde todas direcciones, sin prisa. Ya se había dado cuenta de que la gente estaba armada con todo tipo de cosas, pero eso no importó. Lo mismo daba quedarse en el auto que salir.

Un disparo hendió el aire y perforó el portón de metal, muy cerca de la cerradura. Amanda, llaves en manos, retrocedió. «No bromean ―pensó―. No están bromeando, de verdad nos van a matar.»

De pronto se sintió más sola y aterrada de lo que alguna vez estuvo en su vida. Se descubrió sola, entre el Ford y el portón, las llaves temblando en su mano. Por detrás y por delante, grupos de gente cuyos rostros reflejaban odio y decisión se acercaban casi con parsimonia. En sus manos llevaban su destino, y ellos lo sabían, por eso no la abatían de un disparo ni corrían a despedazarla. Los malditos lo disfrutaban, tomaban su tajada de venganza por el miedo en el que la banda sumió al municipio.

«Y estoy sola, aquí. ¿Qué me van hacer?»

Tres puertas se abrieron en los coches, dos en el Corolla y una en el Ford. Los chicos, convencidos de que los autos no volverían a arrancar, bajaron, armas en mano. «¡El arma!», recordó Amanda. Se la había guardado en la cintura al bajar del auto y luego se olvidó de ella. La presencia del resto le devolvió arrestos y recuperó el revólver.

―¿Creen que es sensato? ―inquirió la More―. Aun cuando abatiéramos a uno por cada tiro, apenas le haríamos mella al número total.

―Siempre nos queda la esperanza de que al ver que la cosa va en serio, se echen a correr ―dijo José, pero por el tono de voz, no tenía muchas esperanzas.

La muchedumbre se detuvo a diez metros de los Cazadores. Los muchachos observaron, ahora que estaban juntos, con calmada resignación más que con miedo, que todos los que formaban la vanguardia estaban armados. Unos con simples garrotes, otros con cuchillos y machetes. Había alguien que llevaba una espada de doble filo, y dos hermanos (tenían que ser gemelos) blandían sendos látigos a lo Indiana. El resto llevaba una increíble colección de armas de fuego: revólveres, escuadras, rifles, escopetas y carabinas.

Todas las armas, al menos las de fuego, se alzaron al unísono, tanto las de los Cazadores como los de la muchedumbre. José y David apuntaron al grupo de la derecha, usando como referencia el frente de la Guarida, mientras Jaime y Amanda hacían lo propio en sentido contrario.

―No sean insensatos, muchachos ―dijo una voz grave, era Helbert Betancourth, que apuntaba sereno con su vieja escopeta―. Los tenemos rodeados. Depongan las armas y entréguense.

La voz seria y calmada hizo titubear a los Cazadores. No era la voz de alguien que pensara ajusticiarlos allí mismo, sino la de una persona sensata cuya intención era atarlos y entregarlos a las autoridades sin hacerles ninguna vejación.

―¿Por qué nos apuntan? ―indagó José, cuya voz era trémula―. ¿Qué quieren de nosotros? Nosotros no hemos hecho nada.

―¿Y esas armas, muchacho? ―dijo alguien en el grupo del otro extremo.

―No le demos largas ―terció otra voz, se trataba de Andrés Santillana―. Sabemos que ustedes son los Cazadores, tan cierto como que mi amigo Berny está muerto ahora mismo.

José no recordaba que Berny era el nombre del padre de Fredy Ederson, no obstante, le pareció que era una acusación a su persona.

―Entonces ―volvió a hablar Helbert Betancourth―, ¿bajarán sus armas o quieren morir en este instante?

«¡Me van a matar! ¡Nos van a matar! ―pensó Amanda, que pese a todo le tenía un gran aprecio a la vida―. Si nos entregamos nos meterán a la cárcel, pero al menos estaré viva, y la vida está lleva de tantas posibilidades.»

Fue la primera en empezar a bajar el arma.




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