La voz

59

El reguero de gente confluía en una sola dirección: barrio Viejo.

Dejaron que las chicas doblaran a la izquierda y ellos continuaron por calle Delfín.

Un gran número de casas permanecían cerradas. En otras, las mujeres no estaban tan enfrascadas en sus quehaceres hogareños como otras veces, cada tanto miraban a la calle y se quedaban como petrificadas, con la vista en la calle que llevaba a barrio Viejo.

Incluso la niñería sabía que algo pasaba. Los juegos no eran tan animados, no había discusiones entre ellos y a ratos miraban hacia donde miraban sus madres, sin comprender, pero presintiendo. Todos los que no formaban parte del reguero que se dirigía a barrio Viejo hacían lo suyo de manera mecánica, a la espera de que aquel letargo fuera arrancado por una tempestad.

«¿Tan grande es la mortaja que Elliam tiende sobre Aguasnieblas que todos la sentimos?».

Hacia el este, una capa de nubes grises empezaba a acercarse a Aguasnieblas. Al observar con más detenimiento se percató de que parecía una sola nube, pero no lo era, pues no tenía bordes oblicuos ni era panzona. Era solo una capa gris que pintaba de opaco el mundo bajo su sombra.

―¿Qué es eso? ―preguntó Luis, mirando el mismo punto en el Cristian posaba la vista.

―No lo sé. Pero no me gusta. Es como un presagio.

Dejaron la calle pavimentada y se internaron en la de terracería que daba inicio a barrio Viejo. Dos jóvenes iban caminando delante de ellos. El uno llevaba un leño, de esos que se usan para juntar fuego, con astillas y todo, y el otro llevaba un hacha, probablemente la que había cortado el leño.

―El viejo reconoció el carro ―decía el que llevaba el hacha―, le gritó a su esposa que había visto a uno de los Cazadores y lo persiguió al más puro estilo de Rápidos y Furiosos. Su intención era chocarlo y hacerlo dar vueltas, pero el Cazador, que de tonto no tiene un pelo y también es bueno manejando, se mantuvo a distancia y se metió en su escondite antes de que lo alcanzaran. El viejo al verse solo, regresó y empezó a reunir a la gente.

―Se ve que los tiene bien puestos ese señor.

―Recontrapuestos.

Los jóvenes charlaban mientras caminaban a paso rápido. Ir más rápido sería correr.

―¿Crees que fue así? ―inquirió Luis cuando dejaron atrás a los del hacha.

―Lo dudo mucho.

Algunas manzanas más adelante doblaron a la izquierda. Frente a ellos apareció una gran aglomeración de personas. Aunque esperaban encontrar un grupo nutrido, lo que se les presentó superaba sus expectativas.

―¡Mierda!

Impresionado detuvo la moto. «¿De dónde salió tanta gente? Debe haber allí al menos una cuarta parte de Aguasnieblas». No andaba del todo desencaminado. El grupo de gente, abarcando el ancho de la calle hasta rozar la alambrada de los predios vecinos, se alargaba lo de una manzana.

Al asombro le siguió un sentimiento de abatimiento y derrota. «Si ese grupo se propone matarlos, no hay forma de que podamos detenerlos. ¡Por favor, que no los hayan atrapado!».

―¿Y ahora? ―dijo Luis, que miraba con la misma congoja la aglomeración de gente―. ¿Y ahora que hacemos, Cris?

Darse por derrotados, desde luego que no. Lamentó que los abnegados ya no estuvieran allí para implantar en su corazón el curso a seguir.

―Por lo pronto, vamos a ver si capturaron a alguien.

Se acercaron a la retaguardia de la multitud, dejaron la moto en un predio sin construir y empezaron a abrirse paso. En eso estaban cuando se oyó un disparo, un único disparo. Hubo un silencio profundo que duró unos diez latidos de corazón, luego empezó la descarga. Instintivamente se llevaron las manos a los oídos y se agacharon.

No hubo gritos, ni desbandada, y pocos fueron los que como ellos se cubrieron los oídos. La mayoría permanecía alerta, expectante. Cris comprendió que no le disparaban a la multitud, era esta la que abría fuego… ¿contra los Cazadores?

¿Cuánto duró? Cristian no sabría decirlo. Si alguien le preguntaba habría respondido que duró al menos cinco o diez minutos, cuando no más. Lo cierto fue que la descarga no alcanzó ni los treinta segundos. El cronómetro se detuvo a los veintisiete.

  Entonces, se hizo el silencio de súbito. No hubo ningún disparo rezagado, ni un grito ni una voz, solo silencio, pesado y ominoso. El silencio era tal que Cristian alcanzaba a escuchar los latidos del corazón de Luis. Del numeroso grupo, la mayoría miraba ansiosa al frente, tratando de averiguar si los Cazadores habían obtenido su merecido.

―¿Están muertos? ―preguntó alguien a la vez que se ponía de puntillas como si con ello fuera a conseguir mirar por encima del resto.

―Si no lo están, pronto lo estarán ―respondió otro.

Los que hablaban lo hacían en voz baja, en una especie de respeto o luto tácito por lo que acaba de ocurrir.

―Llegamos tarde ―se lamentó Cristian, también en voz baja―. Fallamos Luis, hemos llegado tarde.

«¿Y ahora qué?». En su imaginación vio al ente invisible que era Elliam apoderándose de los muertos para crear el suyo. «Y cuando esto suceda, la gente empezará a gritar. Tenemos que salir de aquí, si Elliam no nos mata, lo hará multitud cuando se desbande por el pánico.»




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