El golpe fue tan fuerte que lo obligó a ponerse de rodillas mientras se sujetaba con la izquierda la mano derecha. Apretó los dientes para no soltar otro grito. «Me la ha quebrado ―pensó―. El maldito me la que ha quebrado. ¿Quién fue?» Alzó la vista.
―¿Qué crees que haces, muchacho? ―increpó Eduardo Blanco mirándolo desde arriba, que alertado por el grito de Jennifer se percató de lo que Cristian se proponía hacer y logró golpear la muñeca del chico con el cañón de la vieja escopeta de Helbert justo a tiempo―. No tomes la justicia con tus propias manos, chico, la tomaremos entre todos, como corresponde. No eres el único que tiene deseos de venganza.
«Mi intención no era vengarme» quiso gritar, pero temía que si abría la boca lo que saldría de ella sería un gemido de dolor.
Al segundo siguiente estaba rodeado por el resto de los Elegidos, a excepción de Erick, que debía continuar en la comisaría.
―¿Estás bien? ―preguntó Luis.
Se palpó la muñeca con cuidado, le dolía, pero ya no creía que se la hubiese quebrado.
―Solo fue un golpe ―dijo Eduardo Blanco―. Lo siento, pero tenía que hacerlo ―tenía la navaja en la mano, metió la hoja usando la mano derecha y la pierna, con la izquierda sostenía la escopeta, y se la guardó en el bolsillo. Cambió la escopeta de mano y le tendió la izquierda para ayudar a incorporarlo―. Ningún muchacho de tu edad debe tomar la justicia con sus manos.
El dolor empezaba a ceder.
―No pretendía vengarme ―dijo―. Usted no entiende, nadie entiende, están haciendo justo lo que él quiere haga.
Eduardo Blanco no entendió a quién se refería con “él” y prefirió omitir lo que dijo.
―Será mejor que se vayan a casa.
Cristian iba a replicar, pero entonces cayó en la cuenta de que la algarabía había cesado de nuevo. ¿Qué pasaba con esa multitud que ora gritaba y ora callaba? ¿Qué había pasado desde el momento en que Jennifer lo llamó hasta que lo golpearon en la muñeca y cuánto tiempo había transcurrido? ¿Y por qué todos los ojos parecían posarse en él? Ah ya, era el chico que había intentado degollar a una mujer y al que habían detenido in extremis.
Pero había silencio, podía servirse de él.
―No intentaba asesinarla ―dijo, e intentó hablar lo más fuerte que podía sin llegar a gritar―. Intentaba salvarla. Salvarla de ustedes. Y a la vez salvarnos a todos. No entenderían o no me creerían si les cuento lo que pasará si los ajustician a todos a un tiempo. Lo más conveniente es que dejemos a las autoridades encargarse de ellos.
―¡Lo dice el chico que intentaba cortarle la garganta a una!
Varias carcajadas siguieron a la pulla.
―Oficial ―dijo volviéndose a Henrich, tras fracasar la tentativa de asesinato, la policía seguía constituyendo la última esperanza―. Tiene que llevárselos y encerrarlos en un lugar seguro.
Luis tiró de la manga de su camisa y le susurró al oído.
―No se puede, amigo, los desarmaron.
Cristian miró las fundas vacías de los policías. Luego miró a Henrich, cuyo rostro estaba congestionado y sonrosado. En los ojos del oficial se leía la rabia y la vergüenza. ¡Desarmado por civiles! Eso había ocurrido mientras llevaba a cabo el intento de asesinato.
―Lo siento, Cáceres ―dijo el oficial desviando la mirada―. Hazte a un lado y que Dios nos perdone.
―¡NO! ―gritaron Katherine y Kimberly al unísono.
Luis también se sumó a las protestas, por último, Cristian, pero la muchedumbre ya había decidido obtener justicia por cuenta propia y los muchachos, que estaban intentando formar un cordón frente a la desahuciada banda, fueron apartados, sino con violencia sí con firmeza.
Al final Henrich los salvó de las manos de la muchedumbre y los acompañó fuera del tumulto. Los acompañaban sus avergonzados y desarmados subordinados.
―¡Muerte a los Cazadores!
―¡Venganza por nuestros amigos!
―¡Por nuestros hijos!
―¡Por nuestros vecinos!
―¡Que mueran! ¡Que mueran!
―¡Que mueran!
―¡Que mueran!
Pronto más de tres mil gargantas pedían a gritos la muerte de los Cazadores al unísono. Era un grito casi inhumano, cargado de odio y de sed de venganza.
El grito se escuchó en el mercado y llegó hasta la parroquia, donde el padre Adam hacía su maleta porque de pronto tenía deseos de ir a visitar a su familia en Poptún. Lo escuchó Ethan Cáceres que cerraba su despacho y lo escuchó Erick, sentado en las escaleras de la comisaría.
Y todos los que escucharon el grito sufrieron un escalofrío.
Eran las 16:23 cuando los gritos alcanzaron su máximo apogeo. Posteriormente, muchos habitantes de Las Cruces, Sayaxché y La Libertad, dirían que a esa hora ellos también sufrieron un escalofrío presas de un miedo indecible.
―¡QUE MUERAN! ¡QUE MUERAN! ¡QUE MUERAN!
Cristian sintió que los ojos le ardían y se pasó el dorso de la mano para limpiar las lágrimas que todavía no derramaba. Sentía ganas de llorar a causa de la rabia y la frustración. ¡Gente estúpida! Desatarían un horror inimaginable por su primitivismo.