La voz

64

Eran las cuatro treinta de la tarde en el municipio de Aguasnieblas, Petén, lugar donde estaba a punto de desatarse un horror nunca visto y que convertiría a la pequeña ciudad en el centro de todas las miradas.

Por supuesto que, a las cuatro de la tarde nadie sabía lo que iba a ocurrir. Puede que los Cazadores y los Elegidos tuvieran una idea, pero era lejana a la realidad. Sobre todo, porque los Elegidos estaban seguros de que con la quema de los Cazadores la Voz no podría retornar a la corporeidad.

Nadie sabía lo que iba a ocurrir. No obstante, había vestigios que un observador podía notar, sobre todo si eras un observador con corazonadas. Uno de estos observadores era Ismael Barrientos (suegro de Josefina y abuelo de Armando) un anciano ochentero, solitario y cansado ya de la vida. No recordaba que había sido testigo de la muerte de Benny Rivas, el hijo del candidato, pero lo recordó ese lunes 28, y pensó, con un estremecimiento de sus articulaciones, que el que recordara ese dato ya era un mal presagio.

A las cuatro y media, mientras la multitud preparaba una hoguera en tiempo récord al más primitivo estilo, Ismael, sentado hasta ese momento en la banca del corredor de su casa, se puso de pie. Apoyado en su viejo bastón se aventuró a salir al patio. Algo le había llamado la atención: hacia el oeste, que era hacia donde miraba su corredor, el azul del cielo iba cediendo ante una nube negra. Sin embargo, sus huesos no habían dolido. Y desde que tenía setenta años los huesos le dolían como preludio de una tormenta.

Cogió su viejo bastón y se apoyó en él para dar soporte a las piernas que la artritis y la edad habían debilitado. Bajó los dos escalones que daban al patio y se maldijo por estar tan viejo y acabado. Los dos escalones eran una tortura.

Cincuenta años antes, cuando construyó la casa, le pareció la más acertada de las ideas la de sentar la vivienda sobre una base de medio metro de altura, por eso de las crecidas del Subín que llegaban a hacer estragos en centenares de casas cuando el agua aún era abundante por esos lugares. Ahora, cincuenta años después, le parecía uno de los errores más grandes; más que aquella vez que vendió el coche para emborracharse un mes seguido tras la muerte de su esposa.

Una vez en el patio, alzó la vista al cielo. Es probable que fuera el primero en pensar en serio que esa nube no era normal, si es que era nube. Muchos la miraban y se hacían los desentendidos, más preocupados por lo que sucedía en el suelo, por el fuerte accidente ocurrido en el valle y por la captura y amenaza de quema sobre los Cazadores.

En esos momentos la nube, que más bien parecía un manto de color gris oscuro, ya había cubierto por completo Aguasnieblas, y una gran sombra negra cubría el poblado, dando el aspecto de que pronto anochecería cuando aún restaban casi dos horas de luz. El sol, que descendía hacia el horizonte, y que la mortaja no alcanzaba a cubrir, era lo único que evitaba que Aguasnieblas se sumiera en las tinieblas.

¡Y qué nube tan extraña era aquella!

Al día siguiente, cuando la gente se permitió pensar en algo más que en huir y gritar primero y ayudar a las víctimas después, concluirían que la nube había sido un presagio cuando no una extensión de todo el horror; y todo mundo estuvo de acuerdo en que si bien esa tarde-noche no hubo niebla en el suelo, era esta la que formaba la nube.

Más tarde, entre los pobladores, los diarios y noticieros, se le dio el nombre de Nube del Presagio, Nube Extraña, Nube negra (aunque no era negra sino gris oscura), Nube de Aguasnieblas, Manto de Aguasnieblas… Y muchas otras denominaciones que se perdieron con el paso de los días, semanas y meses.

Al final, el nombre que prevaleció y que no se pronunciaba más que en susurros fue el de: Mortaja de la Niebla.

Pero ese día, a las cuatro treinta de la tarde, aún no tenía nombre.

El anciano pensó que de verdad parecía un manto y no una nube; no era panzona y los bordes no eran oblicuos ni difusos. Era cuadrada y se asentó sobre el pueblo durante más de dos horas, sin moverse, totalmente antinatural, como lo haría una lona anclada por enormes cables.

Ismael la miró durante cinco minutos. Por último, sintió un escalofrío que casi lo tira al suelo por la violencia con que llegó.

Él estaba anciano, solo y asqueado de la vida, y no pocas veces al día deseaba que lo visitara esa amiga, temida por unos y amada por otros, que todos llaman muerte. Sin embargo, por segunda vez en los últimos días sintió que estaba cerca y que pese a su cercanía no le reportaría el descanso anhelado, todo lo contrario, supo que llegaba con dolor y miedo.

―¡No! ―dijo con voz potente, que en nada se parecía a su voz de ochentero.

Echó una última ojeada al manto gris, sintió en sus carnes de gallina un aire gélido, como el aliento pútrido de un muerto. Reprimió un último escalofrío y echó a andar al interior de su casa, pensando que adentro estaría seguro y fuera del alcance del mal augurio de la nube; el bastón repiqueteando en el caminillo de concreto del jardín. Jamás su bastón había repiqueteado con tanta prisa.

Afuera, su jardín quedó sumido en las sombras y un airecillo gélido agitaba el viejo tulipán de un macetero.

La nube se inmovilizó sobre Aguasnieblas a las 16:33 y hacia las 16:36 estuvo lista la hoguera en la que arderían los Cazadores. A las 16:37, más de la mitad de la muchedumbre aglomerada en aquella esquina (que con el tiempo se convertiría en la Esquina del Horror, una esquina evitada por la gente, aquella en la que confluían Caoba y Decimosexta) levantó la vista al cielo y por primera vez parecieron reparar en la peculiaridad de aquella nube.




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