La voz

68

Los golpes se habían detenido, no obstante, el dolor continuaba allí. Y en el pequeño mar de calma, Jennifer recordó que iban a ser quemados. Entonces, pese al dolor, pese a la sangre corriendo en finos hilillos, pese al miedo, rezó para que el linchamiento continuara.

A través de la opacidad de sus húmedos ojos miró sus manos llenas de cortes y contusiones. Se había aovillado, cubriendo la cabeza con las piernas y los brazos, por lo que eran sus extremidades las que peor lo habían llevado.

Mientras las piedras y palos caían había deseado apartar las manos y alzar la cabeza con la esperanza de que una pedrada en la sien acabara con su vida. Pero el instinto de supervivencia fue más fuerte.

―¡Listo! ―gritó alguien― ¡La hoguera está lista!

Una ovación surgió de más de tres mil gargantas, estruendosa y llena de júbilo, tan parecida a esas que se producían en los partidos de fútbol, que a Jaime le gustaba ver, cuando el equipo local conseguía un gol.

«¿Tanto les entusiasma la idea de vernos arder?»

«¡Oh Jaime!»

El velo de lágrimas había cesado, tan asustada y apaleada incluso para llorar, y vio a su amado. Sus ojos se abrieron con sorpresa y dolor al ver lo maltrecho que estaba. «¡Fue estúpido al ponerse delante de mí para protegerme!» Sin embargo, se había tratado de un gesto tan dulce.

Una roca le había hecho un corte en la cabeza del que manaba un hilillo continuo de sangre que le empapaba la mitad del rostro. Tenía un corte en una mejilla, y en las dos cejas, el labio superior hinchado y más hematomas de los que era posible contar. De manera absurda se encontró pensando que ni Rocky se veía tan vapuleado en la primera película.

El resto de Cazadores no estaban mucho mejores que ellos, sino peor. Y por primera vez, David, alias el Sapo, había dejado de sonreír.

Manos nada amistosas los izaron con violencia. Y por un instante Jennifer se sintió transportada al pasado, cuando unos borrachos apestosos la llevaron en volandas callejón adentro. Durante ese instante, el terror estuvo a punto de pararle el corazón. Al volver al presente, el horror no era menos cruel.

Bellarosa no pudo evitar soltar un quejido de dolor y Jaime dijo algo, pero Jennifer no entendió las palabras que brotaron de los labios de su amante; penetraron por sus oídos sin llegar al entendimiento.

O quizá alguna piedra le había dañado la audición, porque de pronto no oía nada. Solo veía, no con claridad, sino como a través de un velo. «Como cuando ves a través del cristal de una ventana empañada». Comprendió que lloraba de nuevo; lloraba a mares y en silencio.

Los llevaron hacia la hoguera, levantada con prontitud en una de las esquinas de la intersección entre Decimosexta y Caoba. No opuso resistencia, ni siquiera pataleó. ¿Qué sentido tenía? Ella y Jaime se dejaron guiar como corderos, uno al lado del otro, el resto, aunque maltratados por la paliza que les acaban de propinar, se resistían y gritaban como fieras.

Pero Jennifer no oía. Apenas veía. Y fue una suerte que no oyera y que las lágrimas apenas le permitieran ver, porque entonces habría escuchado los gritos de súplica de Amanda, José y David, que al final se habían quebrado ante la aterradora realidad que les esperaba.

También habría oído a la multitud que volvía a gritar pidiendo sus vidas: “¡Que ardan! ¡Que mueran! ¡Que ardan!” Y habría visto cómo alzaban las manos mientras se desgañitaban clamando por sus muertes. Sobre todo, habría visto a Jaime que también lloraba, no por él, sino por ella.

El túmulo alcanzaba dos metros y medio de altura. Estaba formado por maderos de todo tamaño, botes plásticos, zapatos viejos y cualquier cosa que ardiera. No era nada sólido. Los hicieron subir, y tropezaban, caían, golpeándose sus ya maltrechos cuerpos. Un golpe en el tobillo la hizo apretar los dientes para no soltar un alarido. Lloraba, pero no iba a gritar. No iba a darles ese gusto.

«Y tampoco gritaré cuando empiece a arder —se prometió—. ¡No gritaré!»

Llegaron a la cima, los obligaron a ponerse alrededor del poste central. No escuchó el tintineo de las cadenas, pero sintió el tacto frío cuando le abrazaron los tobillos. Otra en la cadera y la última en el frágil cuello.

Por fin el llanto empezó a remitir. Ahora quería llevarse el dorso de una mano para secar las lágrimas, pero continuaba atada. «Atada de manos y encadenados por tres lados. ¿Qué clase de tipos piensan que somos? ¡Ah claro!», la idea la hizo sonreír de forma leve. Jaime la miraba y le devolvió la sonrisa, tímida e insegura, hizo un gesto de asentimiento y Jennifer le respondió de idéntica forma. Aceptaban su destino. Quizá después de todo, lo merecían. Podían morir con entereza.

Miró a la multitud. ¿Es que toda Aguasnieblas se había reunido para verlos arder? Eran cientos, miles, y todos gritaban, vociferaban, gesticulaban. «¡Que se pudran! ―pensó― ¡A la mierda con todos ustedes!»

No olvidaba lo que ocurriría cuando los cinco murieran. El Antiguo usaría sus restos mortales y sus almas para regenerarse, para renacer de las cenizas como un fénix del mal. Tenía miedo sobre qué sucedería con su alma, pero ahora ya no le importaba, no si con ello lograba vengarse de esa multitud que con tanto fervor clamaban por la muerte de la banda.

Se dijo que moriría con entereza, que no gritaría, y que si algo de su conciencia permanecía despierta después de que la Voz usara su cuerpo y alma para transformarse en una criatura del mal, disfrutaría en todo momento.




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