La voz

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El manto negro seguía inmóvil sobre el pueblo, presagio del terror y muerte que estaba a punto de desatarse en Aguasnieblas. Muchos habían empezado a alzar la vista al cielo, señalaban y cuchicheaban nerviosos. Pasado el ardor que llevó a la multitud a quemar a los Cazadores, empezaron a temer a la hoguera, pero especialmente, al manto.

No pocos fueron los que pensaron: “¡Dios mío! ¡Es una mortaja! ¡Es una mortaja que cubre a Aguasnieblas como si estuviera muerta!”

No estaba muerta, sin embargo, era como Elliam pretendía que quedara cuando terminara con ella.

Y bajo aquella mortaja, presagio de horrores, la gente se echó a correr, y no fue porque uno de los muertos se pusiera de pie y gritara que morirían.

¡No! Eso solo los enmudeció, les provocó un hondo miedo, pero no al punto de hacerlos correr en desbandada. No obstante, los predispuso.

Fue por algo mucho más aterrador y extraordinario que se echaron a correr.

Tras el grito de “MORIRÁN”, los demás cadáveres se irguieron. No flexionaron las rodillas ni utilizaron las manos para apoyarse, simplemente se pusieron de pie, como tirados por un cable. Se acercaron y de pronto sus cuerpos empezaron a mezclarse. ¡Sí, se mezclaron, fusionaron sus carnes, la carne de uno se volvió la carne de otro! ¡Y en ningún momento dejaron de arder! Se volvieron una masa informe llena de llagas supurantes que se bamboleaba como un gran bojote de asquerosa gelatina.

Y entonces, de entre la masa, emergió una cabeza (tres veces más grande que una cabeza humana) con forma reptiliana. Si hubiera dicho “BUU” no habría causado más pavor. La Voz clavó sus ojos amarillos de pupilas negras verticales en la multitud.

Fue entonces que se formó el revuelo que se cobró a las primeras víctimas. La gente empezó a gritar y se echó a correr.

Los que estaban en los bordes fueron los que con más suerte contaron, estos tuvieron vía libre y escaparon indemnes. También fueron los primeros que echaron tres mudas de ropa elegida al azar en una maleta cualquiera y escaparon de Aguasnieblas. Muy pocos fueron los valientes (incautos) que, unas manzanas más allá, dieron media vuelta, y empezaron a grabar y a transmitir con sus teléfonos celulares.

El resto la tuvo más difícil. De buena suerte que Elliam necesitó más de un minuto para regenerarse un cuerpo, o la mortandad en aquél cruce de calles habría alcanzado cifras horripilantes.

El primero en morir fue un hombre llamado Gerardo Pernillo, que estaba en el centro de la multitud cuando esta se echó a correr. Se vio empujado sin miramientos y al segundo siguiente estaba tirado en la calle, boca abajo. Alguien cayó sobre su cabeza y le dio con una rodilla en las sienes, vio luces y perdió el conocimiento. Nunca más despertaría porque un centenar de pies lo pisarían hasta matarlo.

Cristopher Sagastume, un muchacho de quince años que estudiaba en el Prados H.G., y que llevaba puesto el uniforme escolar cuando murió, saltó la malla de un predio vecino, pero se olvidó soltar el machete de su abuelo y se cortó la garganta al saltar y tropezar con un tocón.    

Samanta Corvis, que nunca le devolvería tres novelas a Kimberly ni recuperaría la suya, tropezó en medio de la multitud y antes de caer ya había recibido tres patadas, una le sacó el aire, otra le golpeó la cabeza haciendo que sus gafas volaran, y la última, cuando casi tocaba al suelo, le desarmó la quijada. No tardaría en morir bajo las pisadas despiadadas de la multitud.

Murió Genaro Martínez, Sergio Álvarez, María Gutiérrez y Rosa Rosales, todos bajo los pies de la estampida. No fueron los únicos en caer, pero sí los que no pudieron levantarse a tiempo.

Otros, como Henry Chávez, Amalia Martínez (no era pariente de Genaro) y Danis Girón quedaron en la calle terriblemente golpeados. Un chico de nombre Michael (como Michael Jordan, decía a menudo, solo que su apellido era Yordán y no Jordan, y era mestizo, no negro, y jugaba fútbol, no baloncesto), recibió un fuerte pisotón que le quebró el tobillo. Se quedó a mitad de la calle, llorando y gimiendo. No tardaría en morir a causa del fuego.

Más allá, Henrich y el resto de agentes se refugiaron tras las patrullas; la gente no detuvo su carrera aun cuando desenfundaron las armas para darles el alto.

Los Elegidos apenas se fijaron en la muchedumbre que huía despavorida. Se encontraban sobre un montón de piedrín de construcción y nadie pareció interesado en molestarlos en su isla particular. De manera que por ese lado no corrieron peligro. Y si llegaban a correrlo, no se habrían enterado; sus miedos y su atención estaban con Elliam.

Durante un momento, parecido a cuando sueñas y te das cuenta de que es un sueño, que no puede ser real, Cris casi creyó que aquello era otra ilusión de la Voz.

«Pero no, es real —dijo su lado consciente—. Ni Elliam tendría tanto poder como para hacer que tres mil personas vieran lo que estoy viendo.»

¿Pero cómo?, si se suponía que el fuego…

La masa amorfa seguía moviéndose, moldeándose. «Un cuerpo ―comprendió Cristian― se está formando un cuerpo. Y luego vendrá por nosotros». Sabía que tenían que huir, correr, volar, escapar… Sin embargo, no podía dejar de mirar.

Después de la cabeza surgieron dos piernas arqueadas, dos gruesos brazos rematados en garras (formadas con los huesos de los Cazadores), una cola con púa y una fila de cuatro cuernos que descendía de la coronilla de la cabeza a la nuca, el primero de unos treinta centímetros de largo y el último de poco más de diez, todo de hueso amarillento.




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