La voz

72

Una vez su cuerpo estuvo listo, Elliam empezó a descender. No lo hizo con prisas, sino con marcada paciencia y parsimonia.

Cualquiera que lo viera (y no estuviera cagándose de miedo) bajar con tanta pompa y tranquilidad diría que, o se lo tomaba todo con mucha calma o buscaba dar un aire dramático a la escena. Nada más lejos de la realidad. Elliam bajaba lento porque la piel quemada y supurante de llagas era un verdadero suplicio. Si se apresuraba, el roce de la piel, la tirantez que la prisa provocaría, lo harían gritar. Y Elliam nunca había gritado. Al menos nunca de dolor.

Los trozos de madera eran brazas ardientes y el túmulo de retazos que era la hoguera empezaba a resquebrajarse y a venirse abajo.

Descendió con cuidado, sin bajar la vista, pero asegurando que sus pies pisaran trozos firmes que resistieran su enorme peso. Hay que considerar que el peso de Elliam era el equivalente a los cinco Cazadores.

Un madero se quebró y el Antiguo perdió el equilibrio. Dio un salto y una oleada de dolor lo recorrió cuando sus pies chocaron contra la calle. Se alejó de la hoguera, esperanzado. Nada. Había conservado la esperanza de que una vez alejado de la ardiente hoguera el dolor se reduciría, pero nada. El daño ya estaba hecho. Miró sus manos, sus piernas, tocó su rostro… todo él ardía como una antorcha andante. El fuego no consumía, pero cómo dolía. 

El túmulo de piedra de más adelante estaba vacío en su cima. Los sacrificios huían. No importaba, que corrieran hasta el límite de sus fuerzas. Los podía sentir a través del vínculo. No importaba donde se escondieran, daría con ellos. Con cada uno de ellos. Mientras…

A pocos metros de allí había un muchacho con el pie doblado en un ángulo horrible (era Michael, a quien la muchedumbre le pasó encima y quebró el tobillo). Elliam movió un dedo, de él escapó una pequeña bola de fuego, no más grande que una bola de golf, y el chico prendió en llamas. Fue divertido ver cómo el dolor que las llamas le provocaban lo espoleó lo suficiente para que se pusiera de pie, y aún con un hueso saliendo de la piel, echara a correr en medio de grandes gritos.

Elliam deseó reír, vaya sí lo deseaba, pero si abría la boca estaba seguro de que no reiría, sino que gritaría de dolor.

El chico corrió, bueno, más bien lo que hacía era arrastrar una pierna que ardía. La gente, aquella que todavía permanecía cerca, se volvió para mirarlo, y lo que vieron fue a una antorcha humana que avanzaba tambaleante, ora brincando, ora intentando caminar, ora arrastrando un pie. ¡Y cómo gritaba! Y tras la antorcha humana que gritaba, un ser de pesadilla que observaba la escena divertido.

Los gritos se intensificaron y la desbandada continuó.

Pero no todos habían corrido. Al otro lado de la calle se encontraban varios del núcleo que había liderado a la muchedumbre: Eduardo Blanco, Andrés Santillana, Milton Daniel, Willian Wilson y Frank González. Se habían quedado por una mezcla de solidaridad, responsabilidad y culpa. ¡El chico se los había advertido!

Todos tenían armas de fuego.

―¡Disparen! ―gritó Eduardo Blanco.

Y los cinco dispararon. Eduardo y Frank tenían escopetas, Andrés Santillana el revólver de Franklin (a quien Frank mandó a casa para que saliera del pueblo con su madre y sus hermanos), William un rifle automático y Milton una escuadra. Los manos de todos temblaban, pero estaban a diez metros y el blanco era grande.

El cuerpo del monstruo se tambaleó y girones de carne, envuelta en llamas, se desprendían allí donde los disparos hacían blanco, caían al suelo y… se movían.

―¡Abran fuego! ―gritó otra voz a la izquierda del grupo de Andrés y Eduardo.

La policía tampoco había huido. Ahí estaba Henrich, arma en mano, liderando a diez agentes, seis de los cuales usaban carabinas automáticas 9mm.  

El cuerpo recién formado de Elliam se vio de pronto acribillado por decenas, cientos de balas que impactaban su cuerpo con la fuerza de un mazazo. Si ya sufría por el fuego, aquello multiplicó el suplicio.

Pero no se puede matar algo que no está vivo.

Alargó una mano en dirección a la policía y otra hacia el otro grupo (un disparo le cortó el dedo medio de la mano derecha en esos momentos) y de sus palmas empezaron a brotar bolas de fuego. Unos rodaron, otros se hicieron a un lado y todos dejaron de disparar. Dos policías y Milton Daniel empezaron a arder. Sus gritos sustituyeron a los disparos.

Durante un momento civiles y policías miraron consternados a los tres hombres que se quemaban. No ardían solamente ahí donde la bola de fuego los alcanzó, sino enteros, de los pies a la cabeza, prendieron como si hubieran estado bañados en gasolina.

William Wilson apuntó con su rifle y disparó. Milton Daniel dejó de gritar y cayó con un sonido bofo. Henrich remató a los otros dos y los disparos se reanudaron mientras empezaban a retroceder.

Disparaban, aterrados, pero sin idea de qué otra cosa hacer. Hasta ese momento no se planteaban echar a correr, todavía no. En parte se sentían responsables de que aquel monstruo estuviera allí, de pie, con el poder para expulsar fuego de sus manos.

¡Con el poder para destruir todo a su paso!

Las balas entraban en la carne de Elliam, la mutilaban, volaban trozos de piel y hueso, pero retornaban al monstruo apenas tocar el suelo. El dedo medio volvía a estar en su sitio cuando lanzó otras bolas de fuego. Ardió otro policía y el resto, policía y civiles, echaron a correr, los policías por Decimosexta y los civiles por Caoba, en barrio Viejo.




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