En el momento que Elliam empezó a avanzar por Decimosexta, camino del Boulevard, eran las 16:55, aunque por la oscuridad reinante gracias al manto que se mantenía fijo en el cielo, cualquiera lo diría.
En algunas calles todavía era posible ver rezagados huyendo, pero por lo demás, las calles estaban desiertas.
No así todas las casas. Y Elliam lo sabía. Tenía la habilidad para percibir las viviendas en las que se refugiaba gente. Entonces buscaba aquello que sirviera fácilmente de incendaja y prendía fuego. Los incautos salían corriendo. Utilizaba ese mismo fuego para alcanzarlos, luego bebía de sus almas. Era un proceso lento, pero seguro.
Un observador, ajeno a todo aquello, habría visto a un ser mitad lagarto mitad simio, encendido como una antorcha, avanzar en medio de la calle, dejando incendios a ambos lados y cuerpos renegridos que el fuego consumía.
Aunque, por muy ajeno que le fuera todo lo que veía, le habría resultado casi imposible no encogerse ante el horror que aquel ser ardiente provocaba a su paso.
Le habría resultado imposible no soltar un gemido y una lágrima cuando el fuego alcanzó a los dos niños que salieron de la casa de techo de paja. ¡Cómo no llorar y encogerse ante el llanto y los gritos de dos criaturas! Gritos que ahogaban los de una madre que aún prendida en llamas corrió a la pileta para echar agua a sus niños y que al coger un cuenco de plástico este se derritió y pegó a sus manos que empezaban a despellejarse.
¡Cómo no sobrecogerse cuando el niño, el mayor, se tira al suelo y roda intentando apagar las llamas y lo único que deja son restos de piel! ¡Cómo no sentir pesar al saber que aquellos niños se llamaban Miguelito y Fernandito y que nunca más podrían alzar su rostro y sonreír ante la mención de sus nombres!
Por muy ajeno que fuera el observador, sería difícil mantener las emociones al margen de lo que allí ocurría.
Y lo de Fernandito, Miguelito y su madre solo era el inicio del horror en Aguasnieblas.
Eran las 16:55 cuando Elliam inició su camino de caos y muerte. Eran las 16:55 cuando el Horror de Aguasnieblas se puso en marcha.
De Calle Azul al Boulevard había cuatro manzanas. Una distancia relativamente corta. Pese a la corta distancia, para el momento en que Elliam llegó al Boulevard, eran ya las 17:11, en parte porque no podía caminar demasiado aprisa, pues el dolor era lacerante, pero, sobre todo, porque sembraba la muerte en aquellas casas en las que percibía vida.
La siguiente casa en arder fue la de los Gutiérrez (Había al menos diez familias Gutiérrez en Aguasnieblas) que se ubicaba esquina con Delfín. En el hogar familiar solo estaba el pobre cabeza de familia, Carlos Gutiérrez, que dos días antes sufrió una dura caída de su caballo (él trabajaba en una finca ganadera) y se había quebrado una pierna.
El pobre hombre no salió a ver la muchedumbre congregada a poco más de una manzana de su casa, ni se alarmó demasiado cuando los escuchó huir en desbandada. Supuso que entre ellos iban María, su esposa, y Carolina, su hija de diez años. Ninguna de las dos era muy lista, de modo que no le sorprendió que huyeran en lugar de ir a casa. Lo cierto es que María fue una de las víctimas de la estampida inicial y la pobre Carolina había sido arrastrada por el tumulto; afortunadamente en esos momentos se encontraba bien.
El primer susto de la tarde se lo llevó cuando los cables del interior de la casa echaron chispas hasta que el flipón se activó y cortó la corriente. El segundo, al escuchar los gritos destemplados de Miguelito, Fernandito y la madre de estos. Curiosamente, la explosión de las patrullas y los gritos de los policías y Milton, le llegaron lejanos y no les prestó más atención que a la desbandada de la gente.
El tercer susto vino de pronto, sin aviso, sin entender bien por qué. Momentos después tuvo la sensación de que algo se acercaba, algo grande, malévolo, algo que iba a por él. La tarde era fresca, sin embargo, estaba sudando. Apagó el televisor, cogió las muletas y se acercó a la ventana. Una inmensa nube pendía del cielo. En la calle, un monstruo de pesadilla ardía y lo miraba. El monstruo hizo un movimiento con los dedos, vio algo rojizo y al instante siguiente gritaba. Mientras se retorcía, revolcaba e intentaba apagar las llamas, él mismo prendió fuego a la casa.
Elliam continuó su recorrido de muerte y destrucción.
La siguiente casa fue la de los Marcial, en la siguiente esquina cruzando la calle. En la vivienda solo estaba la abuela y la pequeña Lilian, que se había quedado acompañando a la anciana. Los padres formaron parte de la multitud, y cuando esta se dispersó, comprendieron que era mejor huir en la dirección más accesible a volverse y arriesgarse a morir atropellados. Esa dirección los llevó lejos de su hogar. Cuando volvieron tras un largo rodeo, solo alcanzaron a ver las llamas que devoraban su casa.
Más adelante, ardía todo hasta el Boulevard.
Al final, Elliam se decidió por incendiar todas las casas de las últimas dos manzanas hasta el Boulevard, sin importar si había gente o no. Como sabía, una vez que se tenía un elemento a la mano, era mucho más fácil manipularlo que crearlo. De modo que apenas usaba energía en esparcir el fuego de casa en casa, de árbol en árbol.
Pronto se encontró caminado en un ancho pasillo de fuego. Y entre más fuego, más fácil era continuar esparciéndolo. De esa guinda nadie se atrevería a acercársele a menos de cien metros. El único problema radicaba en que también le afectaba. Era capaz de usar el fuego ya existente sin problemas, pero entre más se rodeaba de fuego, más fuerte tenía que ser el escudo que mantenía su endeble carne lejos de la consumición.