La voz

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Caía la noche en Aguasnieblas. El manto negro seguía sujeto al cielo neblinense, inmóvil, como marca del horror y caos que se había desatado allá abajo.

El disco rojo que era el sol empezaba a meterse poco a poco en el horizonte y su luz apenas llegaba al poblado. En las aguas cristalinas del Arroyo se reflejaba como diamantes de fuego y ámbar, pero en Aguasnieblas, iluminaba más el caos de los incendios que el ahora rojizo color del astro rey.

¿Se había tornado rojizo por todos los que habían muerto?

El Horror de Aguasnieblas había iniciado su recorrido en Decimosexta, intersección con Caoba. En aquellos momentos de una tarde que corría para ceder paso a la noche, la hoguera donde murieran los Cazadores se había reducido a ascuas y cenizas.

Ahí era donde daba inicio el Camino de Fuego y Terror.

Veinte metros más allá, en la parte de Caoba que se internaba en Zona 3, yacía el cuerpo renegrido de Michael Yordán (como Michael Jordan decía él cuando estaba con vida. Pero su apellido era Yordán, con “y” y tilde en la “a”).

Los primeros curiosos, conscientes de que el monstruo en esos momentos estaba por alcanzar el Centro, se habían acercado para mirar de cerca la magnitud del desastre.

Al otro lado de Decimosexta, donde iniciaba barrio Viejo, había otro cuerpo carbonizado; era el de Milton Daniel, que muriera cuando intentaba abatir con su pistola a Elliam. Más adelante, en Decimosexta, había un tercer cuerpo: una muchacha cuyo cabello negro cubría su rostro destrozado; paradójicamente, cerca de su cabeza permanecían sus lentes intactos. Era el cuerpo inerte de Samanta Corvis.

Gerardo Pernillo yacía en el interior del predio cercano, donde murió al saltar la cerca, degollado por su propio machete. Más allá, Cristopher Sagastume, Genaro Martínez, Sergio Álvarez, María Gutiérrez y Rosa Rosales.

Entre los civiles, los cuerpos quemados de tres agentes de la policía, uno de los cuales (Vilar) había quedado al pie de la argamasa negra que era una de las patrullas.

Solamente en ese espacio de menos de cien metros había doce cadáveres. Todos vecinos, todos buenas gentes, todos muertos.

Y ese era apenas el inicio de aquel camino de horror y muerte.

Si uno empezaba a caminar en medio de la calle, siguiendo los pasos de Elliam, no encontraría más que muerte, destrucción y fuego a los costados. A la izquierda, la casa con techo de guano y paredes de madera; de esta construcción apenas quedaban rescoldos. En el patio, negros, carbonizados, dos cuerpos de niño y el de una mujer metido en la pileta.

A la derecha, de la casa de los Gutiérrez solo quedaba de pie la pared posterior. También allí había un cuerpo carbonizado.

Al otro lado de la calle, en la esquina siguiente, la casa de los Marcial había perdido el techo, pero ya no ardía. Los padres de la pequeña habían logrado detener el incendio con el agua del pozo, una bomba a gasolina y una manguera. En esos momentos estaban en el patio trasero, llorando a lágrima viva. Habían encontrado a la abuela y a la pequeña Liliana en la cama, envueltas en una mortaja de fuego.

¡Cómo no encogerse de horror y tristeza ante imágenes semejantes!

Y el horror no terminaba allí. Seguía, seguía.

En la manzana siguiente las casas no ardían salteadas, sino todas en fila, sin discriminación. Aquí y allá se veían los cuerpos de los incautos que no se dieron a la fuga a tiempo. Donde los Morán, una mujer estaba en el patio, tenía las piernas dobladas en un ángulo grotesco y los sesos se esparcían alrededor de su cabeza reventada como una obra surrealista. Había saltado de la azotea cuando se vio envuelta en llamas.

Allá estaba el cuerpo de un valiente que escopeta en mano había salido a disparar al monstruo. Su nombre era Ángel Paz. También había muerto abrasado, lejos de toda paz. Incluso de su escopeta no quedaba más que el metal. El otro cuerpo era el de su fiel amigo: su perro Tomás.

Acullá una anciana en silla de ruedas. Su nombre fue Celeste. En realidad, sus padres la nombraron Filomena, pero nació con unos preciosos ojos celestes que eran el delirio de los jóvenes de la época, así que cuando reunió un poco de dinero fue al Registro Civil y se cambió el nombre, allá por los sesenta. Ahora estaba muerta, una estatua de carbón frente a la ventana de la que fue su casa por casi cincuenta años.

Terminabas el recorrido por Decimosexta y te adentrabas en el Boulevard, solo para encontrarte con los restos de un bus de transporte público; curiosamente, su número era 58. Había veintidós personas muertas, la mayoría dentro del bus, al resto la explosión los había expulsado por las ventanas. De algunos solo había escapado medio cuerpo; las piernas continuaban en el interior.

Continúas avanzando y no dejas de ver muerte y fuego, fuego y muerte.

Los comercios y casas de los costados arden con más potencia que en Decimosexta y las llamas se alzan inmensas hacia el cielo y lanzan destellos naranjas contra el manto negro que pende sobre el municipio.

La gente ya sabía que un monstruo que arrasaba todo a su paso se acercaba, pero siempre están los incautos, los que creen que nunca les pasará nada malo y los que consideran que todo es una exageración. Esos habían muerto y habían gritado. Algunos estaban fuera, en los patios, en el Boulevard y en calles aledañas cuando salían corriendo envueltos en llamas. El resto murió dentro de sus casas y comercios.




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