La voz

80

Ethan Cáceres, el padre de Cristian, daba vueltas en su coche por las cuadras del municipio. Había llamado diez veces a su hijo, y su esposa, el doble, pero el muchacho no respondía.

Cuando se enteró que el monstruo quería a su muchacho y a los otros, un hondo sentimiento de miedo e irrealidad se abatió sobre él. «¿Cómo alguien puede exigir a cinco muchachos, casi niños?», recuerda haber pensado. En cierta forma supo que esto no lo sorprendía. Y, por otro lado, era un consuelo saber que si el monstruo los quería era porque estaban a buen recaudo, todavía.

Pero el monstruo los exigía y Ethan, sin ser ducho en psicología, sabía lo suficiente para comprender que el miedo mueve a la gente a cometer locuras; la locura de esa tarde sería ir tras su hijo y los demás.

Tenía que encontrarlo para sacarlo de allí y ponerlo a salvo.

Su esposa iba en el asiento del copiloto hecha un mar de nervios, sin dejar de vigilar ninguna calle ni ningún sitio en el que pudiera estar Cristian. Había sido incapaz de dejarla en casa. La casa era el primer lugar al que irían a buscar. Y si no estaba el hijo, la desesperación podía hacer que usaran a la madre como chantaje.

Cuando minutos después oyó la nueva demanda desde una voz totalmente inhumana (la primera vez se enteró por conducto de un antiguo cliente suyo, la voz no había llegado a su casa), se le heló la sangre. Miró a su esposa con gesto de preocupación.

―Tenemos que hallarlo antes de que alguien más lo haga ―dijo y puso rumbo a la ubicación proporcionada por el monstruo. Sabía el efecto que esas palabras tendrían en su esposa, pero era la verdad.

La mujer se echó a llorar.

―¿Por qué no contesta? ―sollozó, marcando el número de su hijo por enésima vez― ¿Es que ya lo tienen?

―Si lo tuviera no exigiría su entrega.

―Él tal vez no, pero la gente sí. Podrían haber estado cerca cuando esa cosa habló.

―La gente no entregará un muchacho a un monstruo. ―Sabía que era mentira, y por el rostro de su esposa, supo que opinaba igual.

―Mataron a cinco jóvenes hace poco más de una hora —señaló Araceli con voz débil, demasiado asustada por la perspectiva de que pudieran entregarle a su hijo como para alzar la voz o gritar.

―Ellos eran criminales, asesinos, secuestradores…

―Con más razón entregarán a mi niño ―interrumpió la mujer―. Mataron para vengar a muertos, no dudarán en matar para preservar sus vidas.

Ethan sabía que su esposa no hablaba con el juicio nublado, hablaba con absoluta verdad.

―Llamaré otra vez ―dijo Ethan, a pesar de darse cuenta de que su esposa había llamado hace medio minuto.

Cogió el teléfono del portavasos del auto justo en el momento que este empezaba a vibrar. ¡Qué alivio! ¡Era él!

―¡Hijo, esa cosa ha enviado gente tras ustedes! ―No había tiempo que perder, nada de: ¡Qué alegría que estés bien!, ni ningún otro absurdo.

―Lo sé, para eso te llamo ―reconoció Cristian―. Necesito que se cuiden y salgan del municipio…

―¿Qué dices?

En el asiento del copiloto, su mujer hacía mil preguntas sobre su hijo y alargaba el brazo para quitar el teléfono al esposo, hasta que este la hizo quedarse quieta con un gesto admonitorio.

―Que se vayan. Son mis padres y la gente podría tomarla contra ustedes. Los demás también están avisando a sus familias. Nosotros tenemos algo que hacer.

―¿Algo que hacer?  —repitió como un tonto— ¿Cómo qué?

―¡Destruir a Elliam!

Ethan Cáceres no necesitó que le explicaran que el monstruo era Elliam, el tono de su hijo fue contundente. ¡Así que tenía un nombre! Y su hijo lo sabía, y si lo sabía era por alguna razón. Y si decía que podía detenerlo, entonces es que podía. 

―No nos iremos sin ti ―dijo Ethan. Su hijo iba a protestar, pero lo detuvo con un chasquido―. Haz lo que tengas que hacer, nosotros estaremos cerca, para lo que necesites, fuera de peligro.

―Gracias, papá. Dale un beso a mamá de mi parte. Y dile que lo siento.

―¿Lo sientes?, ¿eso por qué…?

Pero su hijo había cortado. ¿Lo sentía? ¿Es que se proponía acometer alguna locura? El miedo se abatió de nuevo y expulsó el alivio experimentado al saber de Cris. ¿Qué había hecho? ¿Había dado su venia para que su hijo intentara alguna insensatez en la que arriesgaba su vida?

Miró a su mujer, que debió notar su miedo porque sus ojos se abrieron, grandes, aterrados, y se llevó las manos al rostro mientras abría la boca en un grito mudo.

«Lo siento —quiso decirle—. Los dos lo sentimos.»

Pensó que lo que tendría que haber hecho era exigirle que se reuniese con él para salir pitando de Aguasnieblas. «En cambio, le dije: haz lo que tengas que hacer. ¡Dios Santo! ¿Qué he hecho?»

Y aunque sabía que su hijo no le estaba pidiendo permiso, sino que simplemente lo avisaba y pedía que se pusieran a salvo, no se sintió menos culpable.

―¿Por qué no me lo pasaste?




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