La voz

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Lo miraron, lo reconocieron y Erick echó a correr.

Iba por Virgilio Rodríguez Macal y se detuvo a una cuadra del mercado con las manos en los bolsillos; se detuvo para contemplar absorto aquella enorme tea en la que se había convertido la mitad del Mercado Municipal.

En cierta forma le recordaba a los días en los que quemaba la broza junto a su padre. En esas ocasiones la quema tenía como objeto limpiar el terreno para la siembra. Lo que ahora veía no tenía otro objeto que la destrucción. En todo caso, las llamas de la broza no podían competir en altura con las que tenía enfrente.

Y mientras miraba, una solitaria lágrima descendió por su mejilla. Por primera vez veía de cerca la destrucción que la Voz podía causar. ¿Y todo eso para qué? ¿Para envanecerse del miedo que podía insuflar en la gente? ¿Para demostrar que era el dios de la destrucción? ¿Simple odio?

«Maldito, mil veces maldito. Tienes que morir. ¡Vas a morir!»

Desde pequeño aquella parte del mercado había sido su favorita. Al otro lado estaban los comercios de grano y verduras, mientras que en la parte que ardía, todo eran negocios de zapatos, jugueterías, sederías, misceláneas…

Recordó que, aún sin un quinto en la bolsa, gustaba de recorrer los pasillos y miraba los escaparates llenos de cientos, de miles de cosas: balones de fútbol, zapatos deportivos, celulares, consolas de videojuegos, DVD’s y CD’s, ropa, juguetes, peluches… Todavía el viernes anterior se quedó viendo un gran oso de peluche rosado mientras imaginaba que lo compraba y se lo regalaba a Kim; la sonrisa con la que la chica lo recibía lo valía todo.

«Seguramente ahora no es más que ceniza», pensó con amargura.

Fue de esa manera que lo descubrieron. El resplandor de las llamas alcanzaba muchas cuadras a la redonda. Y él, plantado como un poseso a solo una cuadra, semejaba un ciervo deslumbrado por los faros de un coche.

Los sintió antes de verlos y de la tristeza por ver arder el mercado pasó al miedo más rápido de lo que se tarda en decir “fuego”. No miedo a ser cogido y entregado para morir, hacía ratos que se había mentalizado para eso. Su miedo era por el tipo de muerte que le podría dar Elliam, por eso y porque su muerte a manos de él serviría a sus planes.

«Para que pueda seguir destruyendo todo como hizo con el mercado. No. No puedo permitirlo.»

Volvió la vista con temor. El grupo se detuvo. Eran cinco. No estaba seguro, pero le parecía que eran los mismos de los que se alejaron cuando estaban en casa de Katherine.

No, no lo habían seguido, y sí, sí era el mismo grupo, que tras pasar al lado de Katherine subieron al Boulevard por Tercera calle, cruzaron entre el tráfico, llegaron a Rodríguez Macal y cogieron dirección del Centro.

No seguían ningún itinerario, y nunca se les pudo preguntar si fue una casualidad que encontraran a Erick o alguien los había guiado; morirían treinta minutos más tarde, juntos, como el grupo que formaban.

Lo señalaron y ese simple gesto, casi desmañado, fue suficiente para que Erick se echara a correr. Pero el miedo no lo hizo correr sin rumbo; antes de detenerse a observar el incendio llevaba un destino, y hacia él corrió. Esperaba ser tan rápido como sus perseguidores y que hubiera alguien que pudiera auxiliarlo. De lo contrario…

Corrió hacia Calle Jesús. Y mientras corría, los edificios proyectaban sombras negras sobre la calle iluminada por el resplandor. Tras él podía oír el golpeteo de los zapatos de sus perseguidores y sus jadeos silenciosos. No se atrevió a volver la vista ni una sola vez; no quería saber si le estaban dando alcance, tampoco quería tropezar víctima de un descuido.

En Jesús dobló a la derecha. Y miró, cinco manzanas más allá, que en la comisaría había luz, autos y mucha gente. La esperanza se encendió en su pecho y aceleró el paso. Pese a su esfuerzo, el ruido de sus perseguidores se oía cerca, cada vez más cerca.

―¡Auxilio! ―gritó al acercarse a la comisaría.

Un grupito le oyó y se volvió. Estaban armados. El pánico llegó a extremos inconmensurables. Se dio cuenta de que en ningún momento se había planteado que la policía, o lo que quedaba de ella, también pudiera estar de acuerdo con entregarlos. Pero no había momento para arrepentimientos. Solo restaba continuar y guardar esperanzas.

Llegó hasta el grupo y se plantó frente a ellos.

—Me persiguen —dijo—, ayúdenme.

Los hombres lo miraron un segundo, con rostros graves y preocupados. También estaban asustados. «Tienen miedo —pensó—. Tienen miedo y por eso me van a entregar. Me van a entregar y Elliam me matará. Oh, chicos, ¡cómo lo siento!»

—Estás a salvo —dijo uno de ellos.

Le dio un empujoncito y lo hizo pasar entre ellos. Eran cuatro y formaron una barrera. Apuntaron al grupo perseguidor.

―Alto o disparamos.

Los perseguidores se detuvieron y retrocedieron.

―¿Estás bien? ―preguntó alguien a Erick.

Erick resollaba por el esfuerzo, y entre los resuellos, lágrimas de gratitud.

―¿Dónde está el jefe Henrich? ―logró preguntar―. Tengo que hablar con él.




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