La voz

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Sorteó el tráfico ignorando a los conductores que hacían sonar los cláxones de sus autos; tras el primer dedo medio mostrado por una ventanilla, no volvió a apartar la vista de la carretera. Ellos huían para escapar del Horror de Aguasnieblas, él también, pero solo para volver.

La noche, que en el casco urbano era casi negra, se tornaba de un gris opaco a las afueras. El contraste era marcado, y casi irreal, al pasar del borde de la nube gris al cielo en el que asomaban las primeras estrellas. Cris sufrió un acceso de pánico asfixiante y por un instante tuvo la terrible certeza de que todo aquello que estaba bajo la sombra estaba condenado.

«¡No! —se dijo— Eso es lo que quiere que pensemos, que perdamos toda esperanza.»

Se detuvo, sin pensarlo, poco antes de llegar a la curva por la que se accidentara el bus número 57. ¡Qué lejano parecía el accidente en su memoria!

La curva de descenso era marcada, pero no había demasiadas malezas, así que pudo abandonar la calle con facilidad. No se planteó detenerse en la estrecha banqueta. Las prisas de los conductores que huían de la Voz podrían provocarle un fatal accidente y adiós a toda posibilidad de acabar con Elliam. Aunque sabía que Elliam moriría. ¿Pero cuándo? ¿Antes o después de destruir todo Aguasnieblas?

Aguasnieblas era su hogar. El de sus padres, el de sus amigos y el de todo el mundo que conocía. Acusó una profunda sensación de soledad y angustia al imaginar que su amado pueblo era reducido a cenizas. «¿Dónde vivirán todos? —se preguntó—. ¿Dónde viviré si sobrevivo, pero no evito que consuma Aguasnieblas? ¿Y a dónde irá Kimberly?» Esta última pregunta lo llenó de desesperación más que cualquier otra.

«¡Oh, Kim!»

Y de pronto descubrió que lloraba. Gruesos lagrimones escapaban por la perspectiva de perder todo lo que amaba, y comprendió que tenía que hallar las anclas, eso que Elliam había arrebatado de sus cuerpos para unirse a ellos mediante un vínculo hechiceril.

Contuvo el llanto al notar que un haz de luz lo deslumbraba. Tras la luz que lo cegaba, escuchó unos pasos acercándose. El llanto se trocó en miedo. Volvió a poner en marcha el motor de la motocicleta y giró en redondo.

Pero no era ningún monstruo ni ningún esbirro de la Voz. Se trataba solamente del policía que guardaba la zona donde yacía destrozado el bus número 57 y los cuerpos que no habían sido recuperados.

―¡Largo de aquí! ―vociferó.

El miedo y la aflicción eran palpables en su voz. No era para menos. Estaba rodeado de muerte, y en el pueblo había más muerte. Se preguntaba si alguno de esos muertos era algún pariente.

―No era mi intención molestar ―dijo Cris.

Condujo y se alejó, despacio, hasta unos doscientos metros del lugar del fatal. No tenía ninguna intención de mirar los restos de cuerpos que los bomberos no habían terminado de ganar al autobús destruido.

Apagó el motor de nuevo y se limpió los restos de lágrimas. Se encontraba más calmado y decidido. Cerró los ojos, suspiró y esperó.

Confiaba en que Elliam creyera que escapaba, que lo imaginara fuera de su alcance y fuera a por los otros. De momento podía sentirlo en el Centro. «Incendiando, matando ―supo, lo que lo decidió aún más―. Vamos chicos, dense prisa.»

Mientras esperaba, forzó la reminiscencia tratando de recuperar los recuerdos de la noche sucedida entre el jueves 10 y el viernes 11. Recordaba un esfuerzo descomunal, un dolor de cabeza agudo que lo hacía gritar y chillar. Recordaba la niebla que lo envolvía como una mortaja y que le impedía ver más allá de unos escasos metros. El dolor de cabeza había subido tanto de intensidad que terminó por desvanecerse. Cuando despertó estaba rodeado por el resto de Elegidos. Y… ¿dónde estaba?

Los Elegidos mencionaron que lo encontraron en Jesús, al costado de la parroquia. Pero, ¿fue allí donde se desmayó o el dolor lo había hecho correr lleno de desesperación? No lo sabía. De todos modos, lo mejor era empezar por ahí.

Bien, ya tenía por dónde empezar. Ahora, ¿cómo haría para encontrar las anclas? Se supone que estarían enterradas en el lugar donde se llevó a cabo el ritual, pero ¿dónde era eso?

Sin proponérselo comparó su búsqueda con la búsqueda de un tesoro pirata, pero a diferencia de los piratas, él no tenía mapa, y no buscaba ningún tesoro…

«Pero sí tengo algo —se dijo, y era esta posibilidad la que avivaba la esperanza de encontrar las anclas—. Tengo el vínculo. Si puedo sentir a Elliam ¿no tendría que sentir a las causantes de este vínculo, aun débilmente, cuando estén cerca?»

Forzó su mente intentando dilucidar dónde tuvo lugar el ritual y la cabeza empezó a palpitarle con fuertes pinchazos que hicieron que se envarase. Se masajeó las sienes, frustrado y molesto.

En esos momentos odió a los abnegados mucho más que a Elliam. En lugar de contar una larga historia sobre el origen de los desalmados y abnegados, de explicar los vericuetos y pormenores del hechizo mediante el cual Elliam buscaba regresar a la corporeidad, si en lugar de eso le hubieran dicho que Elliam moriría si destruía las anclas y le hubieran señalado su ubicación, habría ido directo hasta allí, las habría desenterrado y quemado, de esa manera, por más que mataran una y mil veces más a los Cazadores Elliam jamás podría usarlos para regresar al mundo material porque el vínculo no existiría. Pero, sobre todo, porque Elliam habría muerto.




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