La voz

85

LA VOZ

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 85

«¡Sois míos!», pensó exultante.

También percibía a otra de las anclas a su derecha y una más a sus espaldas. Más lejos, como si se hubiera marchado y ahora volviera, percibía a la última. Pero ninguna de esas importaba en esos momentos. Importaban las que tenía delante, a una manzana.

«Ya sois míos.»

No los podía ver pues la oscuridad era casi negra (la visión humana era asquerosamente limitada), pero los sentía, como dos puntos luminosos sobre un manto negro. Doblaban una esquina en esos momentos.

«Los muy idiotas piensan que no puedo ir más rápido —sonrió por su ingenuidad. El solo gesto de estirar los labios le dolió tanto que le agrió la sonrisa—. La sorpresa que se llevarán. Dolerá, pero la recompensa lo vale.»

Empezó a mentalizarse, preparándose para correr. Sería cosa de diez segundos. El dolor de su carne ulcerada y quemada sería atroz, no obstante, lo soportaría. Pero, ¿resistiría ese cuerpo que mantenía estable a duras penas?

«Tiene que resistir. Y si no lo hace, entonces moriré. Ya no hay tiempo para las especulaciones.»

Estaba preparado. Iba empezar a correr, y de pronto escuchó un silbido. En un gesto instintivo se hizo a un lado, tan rápido que se sorprendió él mismo. Algo pasó rozándole la espalda e impacto una pared diez metros más allá. La explosión que ese algo provocó contra la pared lo hizo tambalearse, no tanto por la onda expansiva como por el miedo.

«Sabía que pronto aparecerían las bombas. Si esa cosa me alcanza…»

―Denle con todo, muchachos ―gritaba el jefe Henrich y el coronel Montiel.

Policía y ejército se distribuían por las calles aledañas a parque Central y preparaban una última ofensiva para terminar con Elliam. Esta vez había más confianza. Sabían que estaba débil y que podía morir.

―Miguel, vuelve a apuntar con esa bazuca ―ordenó Montiel.

Otro fogonazo.

Elliam, sabedor de que no tenía chances para devolver el cohete, se apartó de la trayectoria y retrocedió. Hubo una nueva explosión cuando el cohete impactó, esta vez, contra un árbol de mango. El árbol cayó con un sonido sordo y volaron las astillas. Instantes después, el árbol ardía en llamas como una gigante antorcha caída.

Elliam miró el fuego esperanzado. Lo manipuló, lo alzó en grandes bolas y lo lanzó. Los hombres se apartaron a tiempo y, al levantarse, miraron más expectantes que aterrados al monstruo simiesco y reptiliano.

Las bolas de fuego rodaron y desaparecieron en la calle. Y mientras rodaban, Elliam vio soldados y policías como hormigas que corrían, no de las llamas, sino para rodearlo. Y en muy pocos rostros notó miedo, y si lo tenían, lo dominaban.

Fue su turno de asustarse de veras y de pronto pensó en los Cazadores. «Fue así como se sintieron cuando la multitud los rodeó a la salida de la Guarida —recordó—. El mismo miedo y la incertidumbre, y los pensamientos que, desesperados, tratan de discurrir una salida.»

Pese a saber que le dolería, soltó una carcajada amarga por la ironía del caso. Más allá, los soldados y policías acusaron una punzada de miedo.

Efraín Montiel, hombre que había ascendido por méritos propios y no por los tortuosos caminos de la burocracia, se dio cuenta enseguida de que el monstruo utilizaba el fuego ajeno como arma. No sabía si podía producirlo o no, pero desde luego no debían proveérselo ellos mismos.

Ignoró la risa del monstruo, en parte, porque él, Henrich y unos pocos más fueron los únicos que percibieron el verdadero cariz desesperado de la risa, y en parte, porque era otro tipo pragmático que no tenía tiempo para sentir miedo ni para ponerse a especular.

―No más bazucas ―bramó―. Nada que le provea fuego. Destrócenlo a tiros.

Y a tiros empezaron a destrozarlo.

Elliam comprendió, con profundo espanto, que estaba a las puertas del fin.

Las llamas del mercado, que se alzaban contra el cielo en grandes lenguas de fuego, estaban a más de cien metros de su posición, demasiado lejos para alcanzarlas con su poder actual. El viento era nulo y no había ninguna fuente cercana de agua.

Solo contaba consigo mismo para proveerse de algún elemento. Y él ya no tenía fuerzas más que para morir y retroceder a duras penas.

Y mientras retrocedía, las balas silbaban en sus oídos, impactaban contra el cemento de la calle, y la gran mayoría, hacían blanco en su cuerpo. El dolor era atroz. Quería gritar, pero hasta eso le suponía un esfuerzo que no se podía permitir.

¡Necesitaba fuego o más poder! Maldijo el haber dejado su camino de fuego tan atrás. Y todo por culpa de los sacrificios, si no los hubiera sentido tan cerca…

¡Esperen!

La esquina siguiente. ¿Desde cuándo era incapaz de pensar con claridad?

Arrancó un buen puñado de tierra del terreno de al lado y lo lanzó como una ventisca sobre la tropa que lo atacaba, cegándolos momentáneamente. Se recompuso un poco y echó a correr, usando los últimos rescoldos de poder.

Los sacrificios todavía permanecían cerca.

Representaban su única posibilidad.

*****

Al primer fogonazo supieron que había que alejarse de allí.

Luis haló a Kimberly de la mano y la alejó de la línea de fuego.

―Vamos, ellos se harán cargo de todo.

―¿Como lo hicieran junto a la gasolinera? ―replicó la joven. De todas formas, se dejó guiar por la mano que tiraba de ella―. No nos alejemos mucho —agregó—. Debemos seguir pareciendo la carnada más accesible.

―De acuerdo, pero alejémonos más. ¡Están disparando con una bazuca!

Al llegar a la esquina siguiente, en Arpía, los faros de un auto los iluminaron y este derrapó hasta detenerse a escasos metros de ellos. Una voz llamó.

―Luis, ¿eres tú?

Le llevó cinco segundos de pánico reconocer la voz. Sospechando que había patrullas buscándolos para entregarlos a Elliam, lo primero que pensó fue que se trataba de una de éstas y el miedo se apoderó de él. De manera instintiva se colocó frente a la chica.




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