La voz

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LA VOZ

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 87

La esperanza se acrecentó en el corazón del pelirrojo al notar la revolución que provocó las últimas palabras del jefe Henrich. Soldados, policías y civiles parecían de pronto un hormiguero que bullía de actividad.

Por último, tras algunas órdenes dadas a gritos, los policías subieron a las patrullas; los soldados a los coches militares; los civiles a sus coches particulares y los bomberos a sus camiones cisterna.

Según entendió, los bomberos se iban a combatir el incendio del mercado. Ejército, policías y civiles (muchos de estos armados con cualquier cosa que sirviera de arma: garrotes, machetes, hachas, etc.) se acercarían hasta tres manzanas de Elliam (ya había tenido suficiente de coches-bomba) y luego se dispersarían para atacarlo desde distintas direcciones.

―Tu no vas ―le dijo Henrich a Erick con tono que no admitía discusión.

―Como usted diga ―acató Erick.

«¡Cómo si fuese lo suficientemente loco para ir a ponerme al alcance de ese monstruo!»

Su intención siempre fue quedarse atrás. Si al final todo se torcía, ¿cómo iba a ser capaz de hacer lo que debía hacer si estaba entre policías y soldados?

Permaneció fuera de la comisaría durante todo el jaleo, de pie en el tercer escalón. Los coches desaparecieron en un santiamén. Quedaron en el edificio solo dos oficiales, uno encargado de la recepción (en la comisaría tenían planta eléctrica de respaldo) y otro haciendo bulto. También estaban a cargo de mantener a salvo a Erick.

―Entra ―le indicó el que hacía bulto cuando el último camión cisterna doblaba la esquina. Erick suponía que el bulto era una especie de guardia personal para él.

―Estaré otro momento fuera ―dijo el pelirrojo.

Al oficial le dio igual. Se encogió de hombros. Estaban en la comisaría. Aunque solo hubiera dos agentes nadie osaría ponerle un dedo al mocoso en ese lugar. Fue por ello que dijo:

―Pero no te alejes.

―Descuide.

De modo que diez minutos más tarde desde que se diera la orden de que la fuerza militar y policial fueran a por Elliam, la comisaría quedó desierta, excepto por los dos agentes en el interior y Erick en el exterior.

La comisaría no quedaba a más de tres cuadras del mercado, de manera que si ibas a la siguiente esquina, a calle Rodríguez Macal, podías ver el incendio y cómo este pugnaba por alcanzar las casas del otro lado de la calle. También podías ver a dos de los tres camiones cisterna intentando aplacar el fuego.

Erick jamás supo qué fue lo que lo movió a abandonar la seguridad de la comisaría para ir hasta Rodríguez Macal y mirar los fútiles intentos de los bomberos por extinguir el fuego. Se dijo que parte era curiosidad, y otra parte por saber que no estaría lejos de la comisaría y su guardia, y que Elliam estaba al menos a cinco manzanas de su posición, al otro lado del pueblo.

Echó un vistazo al interior de la comisaría, los dos oficiales charlaban entre sí, bastante animados pese a la gravedad de la situación. Erick se escurrió hacia un lado y luego bajó los tres anchos escalones y salió a la calle. Corrió para que no lo detuvieran si alcanzaban a verlo. Si los policías se percataron de su ausencia e iniciaron su búsqueda, es otra cosa de las que jamás llegó a enterarse.

Se detuvo en la esquina, hasta donde las inmensas llamas naranjas llegaban con un fuerte esplendor. Vio lo diminutos que parecían los camiones cisterna de los bomberos y sus delgadas mangueras. Eran como hormigas ante una fogata. Se dieron cuenta de que todo intento de luchar contra el incendio principal era fútil y se pusieron a apagar los incendios más chicos que las chispas y las pavesas habían provocado al salir disparadas por la potencia del fuego del mercado.

Fue entonces que el miedo volvió en un súbito y único ramalazo. Miedo de verdad. Como el que sintió aquella noche de un cuatro de 4 cuando los Cazadores lo persiguieron desde parque Central hasta calle Subín.

También supo que no estaba solo. Vino, como una revelación, la certeza de que había alguien detrás. Su instinto primero fue el de echarse a correr, no obstante, el miedo lo había paralizado.

Casi contra su voluntad, como si alguien le aferrara la cabeza obligándole, su cuello giró para ver a sus espaldas. Temblada de miedo y gruesos goterones de transpiración se le formaban en las sienes.

Allí había, a unos diez metros, tres individuos cuyos rostros, merced a un extraño efecto de las llamas o quizá a su imaginación, evocaban el de demonios iridiscentes.

Los reconoció tan pronto los vio: pertenecían al grupo que lo persiguió hasta la comisaría. «¿Tres? —se preguntó—. Eran cinco, ¿dónde están los otros dos?»

Escuchó suaves pisadas a sus espaldas y el miedo se trocó en pánico y desesperación.

El grupo que empezó a perseguirlo en esa misma calle, pero cinco manzanas más adelante, al que Erick se le escapó por los pelos al lograr alcanzar la seguridad de la comisaría, se había vuelto frustrado por donde había llegado. Se les había escapado uno, pero aún quedaban cuatro más allá afuera.

De modo que se habían vuelto con la intención de seguir patrullando las calles con la esperanza de encontrar a alguno de los otros.

Poco después, a punto de cruzar el Boulevard, algo los detuvo. En su fuero interior se dijeron que fue intuición. Lo cierto es que tuvieron el presentimiento de que si volvían a la comisaría tendrían oportunidad de atrapar al chiquillo de antes. Y de pronto se volvió un reto, una especie de revancha. No hablaron, tampoco se miraron, y no porque fuera noche cerrada, simplemente dieron la vuelta, coordinados de una terrible manera, y volvieron sobre sus pasos.

Otra vez.

Cuando doblaron por Jesús, una moto se detuvo a un costado de la parroquia. No le prestaron la más mínima atención. La dejaron atrás y continuaron, férreamente decididos, cobijados en un manto de oscuridad.




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