La voz

88

¡Era suyo!

Cinco sujetos llevaban al menor de los sacrificios. En realidad, el que lo llevaba era solo uno, el más grande y fornido. El chico, Erick, estaba semiinsconciente. Hilillos de sangre le manaban de una sien.

Elliam, de pie, sintió la rabia reverberar. ¡Malditos! ¡Habían estado a punto de matarlo! ¿Por qué golpear a un chico cuando había cinco adultos para cogerlo? No sabían lo que habrían ocasionado de llegar a matarlo: ¡Su fin!

Pero visto lo que había estado a punto de hacer, aquello era mejor que nada. Mucho mejor.

―Te traemos al primero ―dijo el que llevaba al chico al hombro. Su nombre era Jaime Sagastume y asistía regularmente a la iglesia. No obstante, llegados a aquel punto, siempre era mejor elección el mal menor―. Es una muestra de que queremos colaborar. A cambio pedimos que no sigas destruyendo nuestro hogar.

―Sois gente inteligente vosotros los habitantes de Aguasnieblas ―concedió Elliam. Los cinco sonrieron a la luz de las llamas que envolvían el cuerpo del monstruo—. Y yo soy un dios de palabra: ya no destruiré vuestro pueblo. Ahora traed al chico a mis pies.

Lo depositaron en el suelo, no, lo arrojaron como a un fardo. Eso enfureció todavía más al Antiguo. ¿Y si el golpe que dio con la cabeza contra el pavimento terminaba de matarlo? No tenían idea del daño que podrían causarle. A él, no al chico. Aunque claro, de haberlo sabido lo habrían matado a conciencia apenas lo capturaron.

Tras él, en la esquina que doblara hace apenas un minuto, apareció el contingente armado. Tenía que darse prisa. No sabía cuánto poder podría proporcionarle aquel chico, ni si sería suficiente, pero era la única opción que le quedaba.

Tomó la cabeza del chico entre sus enormes y ardientes manos.

Erick abrió los ojos, brillantes del más absoluto espanto, continuado de un jadeo al que le siguió un grito estridente, inhumano, cargado de dolor y reconocimiento. El cabello empezó a heder mientras se quemaba y de la piel siseante comenzaron a elevarse leves volutas de humo.

―¡Ahora eres mío! ―sentenció el desalmado, su boca se abrió en una horrible sonrisa y estrelló la cabeza del chico contra el suelo.

La cabeza estalló como una sandía madura que cae desde gran altura. Los sesos se esparcieron por el piso de concreto. El rostro del chico, abierto como un libro que cae boca abajo, con los agujeros de los ojos vacíos, continuó humeando.

Los que entregaron al muchacho retrocedieron horrorizados, repelidos por la visión de la cabeza abierta. Se arrepintieron y empezaron a balbucear fórmulas de perdón a Dios. Más allá, vieron a la policía y al ejército y se apartaron del centro de la calle, buscando alejarse de la trayectoria de las balas.

Elliam volvió a ponerse de pie, suspirando extasiado. El halo de vida del muchacho ahora formaba parte de él. ¡Y qué bien se sentía! ¡Cuánto poder! Moría de ganas por coger a los otros cuatro. Si todos le proporcionaban una dosis de poder cómo aquel, aún podía hacer muchas cosas, quizá incluso eludir la muerte. Si no, al menos arrasaría todo aquel maldito pueblo y algunos más, quizá el país entero antes de que su cuerpo renegrido sucumbiera por fin.

El único problema fue que el dolor no desapareció. Todo lo contrario.

―¿Qué esperan, maldita sea? ¡DISPAREN! —Rugió Henrich.

Abrieron fuego de nuevo contra él. Sintió los impactos, y fueron tan dolorosos como la primera vez. Pero ahora era fuerte, su carne no se desintegraba. Además, podía crear los elementos sin temor a agotar en un intento sus reservas de poder.

Hizo aparecer sendas bolas de fuego en sus manos y se volvió hacia los cinco sujetos que le habían entregado a Erick. Casi matan al chico, y con él, sus esperanzas de venganza.

El grupo comprendió lo que se avecinaba y quiso huir, pero algo los retuvo: miraron al suelo y vieron que unas manos de tierra los sujetaban por los tobillos. De sus gargantas el miedo brotó en un alarido ronco y seco que pronto se trocó en uno de dolor cuando las llamas los alcanzaron.

A pesar del dolor que le provocaba el fuego que pugnaba por consumir su cuerpo, a pesar de los disparos que horadaban su cuerpo en una ráfaga demencial, a pesar de ello, Elliam se permitió un momento para sonreír y saborear de manera especial la muerte de Jaime Sagastume y sus compinches.

Incrementó la temperatura, de modo que los cinco murieron, totalmente reducidos a cenizas, diez segundos después de que el fuego los alcanzara.

«Ahora, a divertirme», se dijo. Recuperó el fuego que consumió a los cinco y se preparó para encarar a aquellos que osaban hacerle frente.

Fue entonces que lo sintió y se detuvo en seco. El miedo, al que había alejado tras sentirse poderoso de nuevo, volvió en una ráfaga impetuosa que lo hizo temblar.  

No. No era cierto.

Pero sí, lo era. Uno de los sacrificios estaba en el interior de la iglesia. ¿Cómo era posible? Buscaba las anclas, de eso no le cabía duda, esos fetiches que lo mantenían en este mundo merced a que lo vinculaban con gente del mundo material.

¡No podía permitir que las encontrara! Tenía que impedirlo a toda costa.




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