La voz

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Elliam sentía furia y alivio al mismo tiempo. Aquel muchacho impertinente había descubierto su escondite. ¿Cómo?, si bien en esos momentos no importaba. El punto era que lo había descubierto, era lo que lo enfurecía. El alivio se debía a que no había desenterrado nada aún. Había llegado a tiempo. Lo mataría, se haría más fuerte y se llevaría las anclas a otro sitio.

Contrario a lo que pensaba Cristian, que las anclas debían permanecer en el lugar del ritual, estas podían trasladarse a otro sitio, toda vez que el ser al que mantenían en este mundo ya hubiera recuperado la corporeidad.

«Lo mataré, luego iré por los otros…»

Percibió la luz por el rabillo del ojo y sintió el impacto en la cadera, se vio arrancando del suelo, giró una única vez en el aire y de pronto golpeó la calle con un ruido sordo. Mientras se arrastraba sintió un dolor lacerante al quemarse la espalda y las piernas contra el concreto. Aquel golpe y el posterior arrastre, le dolieron más que todas las balas recibidas, pues su piel llagada y requemada lo sintió más. No aulló de dolor simplemente porque él era Elliam, y Elliam no gritaba como un vulgar humano.

De pronto se vio golpeado de nuevo y arrastrado. El dolor que sentía en esos momentos hizo que se olvidara de Cristian y de las anclas. Durante unos instantes perdió la noción del tiempo y solo existió él, el piso, el dolor y aquello que lo empujaba requemándolo contra el concreto de la calle.

El aturdimiento pasó y la claridad de pensamiento regresó de golpe. «NO», y esta vez su gritó no fue solo mental sino también oral. Las personas que aún se mantenían por los alrededores dirían más tarde que se escuchó hasta un kilómetro a la redonda. Y la verdad es que no exageraban.

Elliam expulsó energía e hizo que el auto (era un auto el que lo había apartado tanto de su objetivo principal) saltara y diera volteretas en el aire hasta aterrizar unos quince metros más allá, medio en llamas, medio aplastado.

Volvió a ponerse de pie y se dirigió a la entrada de la iglesia. Quiso correr, pero tenía la pierna derecha doblada en un ángulo inusual. No había tiempo para detenerse a corregirla. El miedo y el tiempo apremiaban.

Mientras avanzaba, medio caminando, medio arrastrándose (de manera similar a Michael Yordán, con la salvedad de que Michael empezó a dar desesperados saltos hacia el final), empezaron los disparos de nuevo. No les prestó atención. Más allá percibió un mar de luces y supo que era el ejército y la policía otra vez.

Entonces los vio. A los cuatro. Pese al dolor, al miedo, a la duda, pese a todo, sonrió. ¡Los cuatro! Después de todo, era su noche de suerte.  

Empezó a acumular energía. No podía arriesgarse a lanzarles fuego, existía la posibilidad de quemar las anclas. Los alejaría primero y luego los abrasaría.

De pronto, unas manos lo rodearon con fuerza a la altura de la cadera. Sintió un rostro pegarse a su espalda y un gemido de dolor del imbécil que, en su afán por detenerlo, lo abrazaba. ¿Es que pretendía impedir que avanzara?

Se permitió una última sonrisa. Aquél imbécil estaba muerto. Ahora, un metro tras la puerta, ya en el interior de la iglesia, nada podría detenerlo.

¡Nada ni nadie!




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