29 de marzo, 2019
El joven se miró al espejo una última vez. Un muchacho pálido de ojos azules le devolvió la mirada. «Aunque no tan pálido como hace un mes». Poco a poco, las secuelas del horror vivido en enero iban quedando en el pasado.
Buscó su teléfono en la mesilla y escribió.
Cris: ¿Ya estás?
Luis: Ya estoy.
El muchacho bajó de su habitación y se encontró a sus padres en la sala. Tenían la televisión encendida, pero era claro que no le prestaban atención. Lo estaban esperando a él.
—Estás muy guapo —alabó su madre. Se acercó, lo abrazó y le dio un beso.
—Estoy de acuerdo con tu madre —dijo Ethan.
También lo abrazó y le besó la frente. Los últimos dos meses habían estado más que cariñosos con él. Al principio eso incomodaba a Cristian, a pesar de saber que era una respuesta natural de unos padres felices por no haber perdido a su único hijo. No todo el mundo podía alardear de la misma suerte.
Pero ellos también habían estado cerca de morir.
A su padre le habían retirado el yeso del brazo la semana pasada y aún lo tenía en cabestrillo. Las vendas del torso se las habían retirado hacía poco y en la mejilla izquierda la piel pugnaba por crecer ahí donde el fuego lo había alcanzado.
Recordó el coche embistiendo a Elliam, el auto volando, y lo cerca que había estado su padre de la muerte por salvarlo a él. Pugnó con las lágrimas y los abrazó a su vez.
Ya más tranquilo, se despidió de ellos y les dijo que los vería pronto.
Pese a la tristeza, también vio en sus ojos orgullo y esperanza. Le sonrieron antes de salir a la calle y él les devolvió la sonrisa.
Lo terrible había pasado. Era el tiempo del amor y la esperanza.
Conducía una vieja Suzuki que un amigo de su padre le había regalado por la pérdida de la Pulsar. En el camino, varios nieblenses lo saludaron con la mano o la cabeza. Pese al tiempo transcurrido, aún no se acostumbraba. Se sentía cohibido cada que lo hacían. Y es que los Elegidos eran una especie de héroes y mártires en la Ciudad de la Niebla.
Encontró a Luis fuera del portón de su casa. Tenía una bolsa entre las piernas y el celular en la mano.
—Las chicas nos esperan —dijo.
Salieron al Boulevard y pasaron por el Centro. La reconstrucción del mercado estaba avanzada. No pasaría un mes para que abriera sus puertas al público. Y sería un mercado más moderno, bonito y funcional.
Entre bromas, los comerciantes de la parte occidental que no había ardido, decían que de haber sabido que todo cambiaría por mejor, con gusto habrían visto arder lo suyo.
Parte de la reconstrucción, no solo del mercado, sino de todo lo que ardió, estaba siendo financiado por aseguradoras, municipalidad, vecinos, gobierno y ayuda internacional. Esta última fue holgada y aún quedó para construir un mausoleo en honor a todos los caídos.
Al pensar en las víctimas, un sentimiento de abatimiento se cernió sobre Cristian. Era inevitable que pensara en Erick. Ese chiquillo pellirrojo que conoció durante tan poco tiempo, pero al que terminó unido por algo más que mera amistad.
—Mira, la gasolinera Nuevo Manantial abre en tres días —comentó Luis señalando el rótulo a la entrada de la estación.
—Sí, es el primer comercio en abrir desde el siniestro.
—Es bueno ver que todo vuelve a su cauce.
—Sí, lo es.
Pero Cristian no pensaba en la gasolinera. Pensaba en los muertos. No solo en Erick. Pensaba en Henrich, quien tendría una estatua a la entrada de la comisaría. Pensaba en los Cazadores, a quien gran parte de la población había perdonado al saber por los Elegidos que ellos eran las primeras víctimas, unos jóvenes con muchos problemas a los que el desalmado había manipulado en pos de sus terribles planes.
Pensaba en Jefferson Santos, en Benny Rivas, en los Ederson, en María Solomon, en Samanta Corvis, en Helbert Betancourth, en Eduardo Blanco… Pensaba en las 233 personas que habían muerto entre el domingo 20 y el lunes 28 de enero.
Pero sobre todo pensaba en Erick Fuentes. Aún recordaba el dolor de cuando le confirmaron que el pellirrojo había muerto.
Los siguientes días los pasó en su habitación mirando el cielo desde su habitación, incapaz de creer que todo había sido real. ¿Cómo podía existir un ser como Elliam? ¿Cómo pudo morir tanta gente? ¿Cómo pudo morir Erick que tenía solo trece años?
Pese a haber terminado con Elliam, se le antojaba que era el fin del mundo. No tenía apetito, no tenía ganas de ver a nadie y no sentía ningún deseo de salir para ver la destrucción y el dolor causado por el desalmado.
Pero salió, ayudado por su familia y por los Elegidos, y se encontró con una Aguasnieblas que bullía de actividad. Se preparaban funerales multitudinarios, se hablaba de la reconstrucción, se hablaba de monumentos a los caídos, se veía televisoras de todo el mundo, reporteros de fama mundial, representantes de gobiernos y organizaciones mundiales.
Y se lloraba, pero no todas eran lágrimas de dolor. También las había de gratitud, de esperanza, de fe, de amor, de orgullo. Y de pronto los Elegidos eran quienes más enorgullecían a la Ciudad de la Niebla.
Desapareció el abatimiento y la apatía y por primera vez se dio cuenta que no era el fin del mundo, tampoco un nuevo comienzo, quizá una oportunidad para demostrar unidad, fe y esperanza en la humanidad.
Cuando llegaron al cementerio eran las cuatro de la tarde. Era un día cálido de fines de marzo. El sol era cubierto por gruesas nubes algodoneras y corría una fresca brisa. Las flores entre panteones se mecían en una danza en honor a los que ya no se encontraban entre los vivos.
Dejaron la moto a la entrada y sortearon los panteones hasta llegar a aquel que buscaban. Las chicas ya estaban esperando. Entre los cuatro quitaron las flores marchitas, que cubrían por completo el panteón, y pusieron nuevas. En la corona que Luis colgó de la cruz se intercalaban figurillas de bicicletas.