Aquella tarde era diferente a todas, la cantidad de cadáveres esparcidos por el suelo, como viles animales. La tierra se había convertido en un lago de sangre oscura y pegajosa, quizás la matanza más grande de todas, después de la Gran Guerra. Los leves rayos de sol en el crepúsculo y la brisa acompañada del paisaje grisáceo convertían la escena en una situación aún más deprimente y desgarradora.
Los oficiales con cascos y uniformes blancos manchados con el aparatoso color rojo de la sangre y grandes armas exterminadoras se paseaban por entre los cuerpos con muecas de despreció. Buscaban alguna señal de vida, aunque fuera la más mínima, y si la encontraban, acababan con la vida de esa persona inmediatamente, y si por alguna razón uno solo quedaba vivo, el tiempo lo mataría. No había lugar en el que algún sobreviviente pudiera resguardarse, todo lo que alguna vez había sido hogares de aquellas personas, no eran ahora más que puros escombros y pedazos de madera desperdigados entre los cadáveres.
Un hombre relativamente joven, miembro de los oficiales, realizaba su trabajo asignado, revisando que no hubiera un solo rebelde vivo. Alejándose un poco más del aérea donde circulaban sus compañeros, movía los escombros, checando los signos vitales de uno que otro que parecía tener alguna posibilidad de seguir con vida. Cuando daba por hecho que ya nadie podía haber sobrevivido a la matanza, se percató de algo, un sonido parecido al llanto de un niño. Con su arma preparada se encaminó en la dirección de donde provenía el llanto, listo para disparar.
Dando pasos lentos y silenciosos llegó hasta una pared rota que seguía más o menos en pie, con varias ramas formando un triángulo. El oficial quitó las ramas con espinas, preparado para disparar en cuanto viera al infante. Pero no lo hizo. Simplemente no pudo lanzar una bala a la pequeña niña de cabello rubio y ojos grisáceos. Probablemente tendría poco menos de un año de vida. No estaba realmente llorando, solo sollozaba asustada de haber escuchado el estridente ruido de los balazos a su alrededor.
—¡Cyprus!
El joven oficial volteó en seguida para encontrarse con un compañero que venía en su dirección.
—Nos retiramos, el trabajo aquí está completo —informó el recién llegado.
—Me quedaré un poco más. Quiero revisar algo.
El otro no se notó muy agradado con la respuesta, pero se dio la vuelta sin decir nada más para reunirse con el grupo.
En cuanto todos sus compañeros se fueron, el joven llamado Cyprus se agachó y dejó su arma a un lado. A continuación, se quitó el casco, para poder ver con más claridad a la pequeña niña. Quitó todas las ramas y escombros para después tomar a la niña en sus brazos. ¿Qué iba a hacer con ella? No podía dejarla ahí sola a morir lentamente por falta de alimento o alguna enfermedad. Tampoco podía deshacerse de ella, era tan pequeña e inocente, y él no tenía la voluntad para asesinarla. Su mente dio vueltas, pensando en donde podría dejarla para que alguien cuidara de ella. Pronto llegó a la conclusión de que no conocía un lugar que fuera completamente seguro para la pequeña, así que tomo la decisión de cuidarla el mismo. Le daría una vida cómoda, olvidando lo que había pasado esa tarde. ¿Podría olvidarlo realmente? No, era imposible. ¿Se lo diría algún día a ella? Esa era una pregunta para la cual no tenía respuesta.
Cyprus trató de sacar todas sus dudas de su mente, al menos por el momento. En el momento que cargó a la niña y se incorporó, se percató de un collar que colgaba de su cuello, y el cual le pequeña agarraba entre sus manos. Este parecía estar hecho de piedra y tenía un grabado, donde podía leerse una palabra: verdad.
—Verdad —pronunció Cyprus en voz baja.
Extrañamente la niña sonrió un poco al escuchar la palabra. Hacía poco que había dejado ya de llorar, pero su expresión había sido de miedo hasta ese momento.
—Verity, ese será tu nombre.
La pequeña volvió a sonreír al escuchar de nuevo al hombre, quien, cubriéndola bien con sus mantas, la llevó con él de camino a la ciudad de Hal, donde le daría una vida como si fuera su hija de sangre.
Dieciseis años después, la niña había crecido y se había convertido en una joven hermosa y con un gran futuro en la ciudad de Hal, sin embargo, había algo en su ciudad que no era de su agrado, algo que le incomodaba, algo que muy pocos o tal vez nadie excepto ella podía notar. Eso le causaba un sentimiento de aislamiento con respecto a aquellos con los que compartía su vida diaria, incluyendo en sus estudios.
Ese día, Verity, cuyo nombre poseía el significado de "verdad", se encontraba en el Instituto de la Justicia, el lugar donde los jóvenes hijos de miembros del gobierno o de oficiales de la ciudad asistían para aprender sobre los valores de su nación y como ellos deberían moverla en el futuro. Pero para Verity no era así, sino todo lo contrario.
—La Última Guerra, el evento que marcó el inició de una nueva civilización, nuestra Hal. ¿Alguien puede decirme que obtuvimos de esta guerra? Si, Lennox, dinos —decía la instructora.
—Igualdad —respondió un joven.
—Bien dicho. ¿Qué más?
—Compañerismo, camaradería.
—Así es, Larkin. Nuestra nación se formó a partir de la lucha de aquellos que defendieron los principios de muchas personas que no tenían voz contra la alta clase. Al fin alcanzamos la igualdad para todos, la justicia, la verdad.
—La verdad —murmuró Verity.
Las siguientes palabras de la instructora se desvanecieron como humo. Verity ya no prestaba atención, su mente estaba divagando en otros pensamientos más importantes que escuchar lo mismo de todos los días. No había una sola vez que no les enseñaran acerca de la Última Guerra y con que fundamentos se construyó la ciudad.
Cuando su tiempo en el instituto se había acabado, Verity se encontraba en uno de los jardines de las instalaciones, apoyada en un árbol seco. Escribía en una libreta sus pensamientos, para ella era el único lugar donde podía desahogar toda su incomodidad con el sistema que la rodeaba.