La voz de Stone Hill

Prologo

Stone Hill, 1945

Alejandro Ibáñez Montero fue un hombre exitoso, vivió como siempre deseó hasta el fatídico día en que la voz dentro de su cabeza se hizo más fuerte, guiándolo por un sendero oscuro e inesperado que lo condenaría para siempre.

La locura se convirtió en su fiel compañera, una presencia persistente que murmuraba en su mente, inspirando cada uno de sus ideales. A los quince años descubrió aquella voz y a los veinte comprendió que siguiéndola alcanzaría la grandeza. Su pasión por la arquitectura se vio alimentada por este susurro interno, y confiando en él, Alejandro construyó una carrera brillante, alcanzando la fama y la fortuna con diseños impresionantes que capturaron la atención mundial.

Triunfo tras triunfo, su riqueza y reconocimiento crecieron. Pero todo cambió aquella noche fatídica, cuando comprendió que sus ambiciones más profundas solo lo conducían al abismo. El suave murmullo se había transformado en un grito ensordecedor, exigiendo su atención a cada instante y empujándolo a cometer actos atroces, guiados por sentimientos oscuros y malignos que ningún corazón debería albergar.

Maldijo el día en que dejó de ignorar aquella voz, maldijo su suerte que lo condujo desde España a la desolada comarca de la Soledad, y maldijo el destino que lo obligó a permanecer allí, todo por amor a una mujer. Pero aquella misma noche, la sangre de su esposa manchaba sus manos, goteando sobre el suelo pulido de la majestuosa Stone Hill.

Alejandro contempló una última vez el cuerpo sin vida de la mujer que lo acompañó durante tantos años. Su garganta abierta y el charco de sangre a su alrededor no le provocaban tristeza. Ella había sido una esposa atenta y cariñosa, con un corazón amable y comprensivo, pero él nunca la amó con pasión desbordante. Ella había sido el bálsamo que silenciaba la voz, pero no la dueña de su corazón.

Salió de la habitación, dejando atrás la escena del crimen, avanzando por los interminables pasillos con un rastro de sangre a su paso. Afuera, la tormenta rugía, el viento golpeaba con fuerza los árboles y la lluvia azotaba los ventanales, creando una cacofonía siniestra. Los relámpagos iluminaban la casa como presagiando el clímax de una trágica obra.

Pasó junto a la estatua de San Gerardo sin prestarle atención, y empujó las puertas de la capilla que había construido en honor a su esposa, como símbolo de agradecimiento por sus años de lealtad. La tristeza lo embargó al recordar el esfuerzo que puso en aquel lugar sagrado. Quiso llorar, pero su orgullo se lo impidió, tal vez lo único que aún le quedaba.

Eres un cobarde, Alejandro. _ Susurró la voz en su mente.

Alejandro gritó con desesperación. La voz lo había consumido, persiguiéndolo incluso en sus sueños, quebrando su cordura hasta llevarlo a arrebatar la vida de su esposa y de muchos otros cuyas muertes cargaba en su conciencia.

Sus ojos se fijaron en la campana que colgaba sobre la estatua de San Gerardo. Un escalofrío recorrió su piel. Determinado, subió a la torre de la campana con una cuerda, aseguró un extremo a la estructura y el otro alrededor de su cuello. Antes de dejarse caer, miró la estatua y se santiguó, pidiendo perdón por el acto que estaba a punto de cometer.

Alejandro Ibáñez Montero se ahorcó en la campana de la capilla que construyó para su esposa. El único testigo fue el rayo que iluminó su cuerpo balanceándose en la oscuridad y la mirada fría de la estatua de San Gerardo.

Sin embargo, en el pueblo juran que alguien más lo presenció todo. Aseguran que una risa siniestra resonó aquella noche, helando la sangre de los habitantes y erizando su piel. Tal vez, solo tal vez, la voz que susurraba a Alejandro no era fruto de su mente perturbada, sino algo mucho más oscuro. Quizás, el pueblo tenga razón, y esa noche alguien más estuvo allí, gozando con el infortunio del arquitecto.




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