La voz de Stone Hill

El eco de los secretos

Mi abuela solía decir que nuestra familia poseía una locura ancestral, oculta en lo más profundo de nuestra alma, agazapada en los rincones oscuros del espíritu, donde la penumbra se mantiene latente, aguardando el momento preciso para brotar como un río de maldad creciente, alimentado por el silencio y la ingenuidad. Siempre creí que eran solo cuentos, historias macabras destinadas a asustarnos a mis hermanos y a mí. Insistía en repetirlas una y otra vez, como si con la repetición pudiera conseguir que le creyéramos.

De niña, odiaba sus cuentos aterradores sobre maldiciones y espíritus que acechaban nuestro apellido. Aquellas historias se convirtieron en pesadillas recurrentes donde sombras sin rostro me espiaban desde las esquinas oscuras de mi habitación. De adolescente, lo único que detestaba más que sus relatos era la obligación de pasar cada verano en esa vieja finca, perdida en un pueblo aún más olvidado, tan alejado de la civilización que llevaría días encontrar una tienda o una estación de combustible.

Por eso, cuando finalmente tuve la oportunidad de escapar de aquellas vacaciones tortuosas, no lo dudé. Sin embargo, ahora, con la perspectiva de los años, me arrepiento profundamente.

Cada verano era el mismo ritual: mis padres empacaban mientras yo permanecía sentada en el sofá, brazos cruzados y ceño fruncido, esperando que mi rabieta funcionara y lograra convencerlos de dejarme en casa de alguna amiga. Pero jamás funcionaba. Mi madre terminaba mi maleta, la metía con determinación en la cajuela y, tras una tanda de regaños y ruegos, me empujaba al asiento trasero de la camioneta. Detestaba aquel viaje anual con toda mi alma.

No me malinterpreten, amaba a mi abuela. A pesar de sus excentricidades y de que a veces parecía estar completamente loca, yo la quería. Era una mujer fuerte, había sacado adelante a mi madre sola y la alejó de aquel pueblo para darle una vida mejor. Lo sabía por el brillo de sus ojos azules y la firmeza con la que tomaba mis manos. Lo que jamás comprendí era por qué insistía en vivir en ese lugar tan triste y solitario.

Finalmente, a los catorce años, obtuve lo que tanto había deseado: la opción de elegir. Mis padres accedieron a dejarme con mi mejor amiga, mientras ellos y mis hermanos viajaban a visitar a la abuela. Pensé que ese verano sería perfecto, pero resultó ser la mayor pesadilla de mi vida.

Mi abuela y mi hermano Tom murieron la última noche de agosto en circunstancias extrañas e inciertas. Nadie me habló nunca de lo sucedido. Cuando mis padres regresaron, algo en ellos se había roto. Lo percibía en sus abrazos vacíos, en sus miradas sombrías y en la tristeza silenciosa que llenaba el hogar.

Nunca volvieron a mencionar lo que ocurrió aquella noche en Stone Hill. Nunca regresaron al pueblo. Querían olvidar, pero yo no podía. Yo no quería olvidar.

Me llevo la mano al relicario que cuelga en mi cuello, donde aún guardo la foto de mis hermanos Tom y Alex. Alex... quien más sufrió tras la muerte de Tom. Se encerró en un mutismo absoluto y, al cumplir dieciocho, desapareció. Solo recibo una tarjeta de cumpleaños cada año, con tres simples palabras: "Aún te amo".




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.