La voz de Stone Hill

La puerta 201

Habían transcurrido ya veinte años desde aquel fatídico día. Mi padre había fallecido apenas cinco años atrás, y mi madre, consumida por un cáncer implacable, se había recluido voluntariamente en una clínica especializada. Decía no querer ser una carga, pero yo sabía que en realidad su deseo era mantenerse lo más alejada posible de mí hasta el último aliento. Quizá pensaba que al distanciarse me evitaba el dolor de presenciar su sufrimiento, aunque en mi corazón siempre sentí que ese alejamiento era otra forma de abandono. Yo no la veía como un peso ni la consideraba una obligación, pero ella insistía en apartarse, sumida en su propio laberinto de dolor y resignación.

A veces pienso en cómo nuestra existencia se construye sobre una cadena frágil de pequeños momentos que, sin previo aviso, pueden alterar el curso de todo lo que conocemos. La muerte de Tom fue ese momento para mí. Su ausencia se convirtió en una sombra persistente, un vacío imposible de ignorar que ocupó cada rincón de mi vida. Lo cambió todo. Era como si, al marcharse, hubiera dejado tras de sí un eco silencioso que resonaba en cada celebración, en cada logro, en cada instante que debió ser motivo de alegría.

Cada cumpleaños, cada graduación, cada momento que debió estar marcado por risas y felicidad, estaba inevitablemente empañado por su fantasma. La silla vacía a la mesa, la ausencia en las fotos familiares, la sensación de que faltaba algo esencial... Todo se teñía de melancolía. A veces me pregunto si su ausencia llegó a definir quién soy, si la tristeza que dejó impregnada en mí fue moldeando mi carácter, robándome la capacidad de experimentar la plenitud sin reservas.

El tiempo no cerró la herida, solo la cubrió con una fina capa de resignación. Mi madre, al igual que yo, se convirtió en prisionera de ese duelo sin fin, aunque eligió vivirlo de un modo diferente: distanciándose, silenciándose. Y aquí estoy, dos décadas después, aun sintiendo el peso de esas ausencias que nunca deja de doler.

Justo ahora lo puedo sentir, incluso puedo ver su sombra cerniéndose sobre mi hombro y señalando hacia la puerta de cristal de la clínica. A ella no le gusta que la visite, nunca me habla mientras estoy aquí, y aunque intente desesperadamente obtener alguna reacción de ella, es imposible. Es cuando estoy a su lado que siento aún más fuerte la ausencia de mi hermano, cuando su sombra parece crecer con la intención de devorarnos a ambas. Nunca fue la misma, y fue ella quien trajo a nuestras vidas ese espectro de ausencia que se encadenó a mi espalda. Aun así, aunque no soporto su indiferencia y me lastima, tengo que despedirme y quizás obtener su consentimiento.

Respiro profundamente mientras ajusto mi bolso en mi hombro y camino hacia la entrada de la clínica. Me detengo a dos pasos de las puertas de cristal y, como de costumbre, miro hacia arriba donde permanece la figura de un ángel tallado. Siempre me digo que le preguntaré a alguna enfermera sobre el significado de aquella peculiar imagen, pero lo termino olvidando.

Empujo las puertas y el largo pasillo se extiende ante mí como un túnel a la muerte, con sus paredes completamente blancas e inmaculadas, el olor a limpio y la ausencia de sonido. Solo me permiten pensar que así debe ser el camino al purgatorio. Me detengo justo frente a la puerta 201, cierro los ojos y, sin pensarlo, la empujo. Ella permanece tranquila sobre su cama, y aunque pareciera que duerme, yo sé que no es así. Su rostro luce más demacrado que la última vez que la visité; también está más delgada y su piel se ve demasiado reseca. Está muriendo tan lentamente que parece un castigo interminable.

_ ¿Mamá? _ No puedo evitar estremecerme al tomarla del brazo y percibir que está casi en los huesos. _ Mamá, soy Julia.

Sé que es una tontería decirle quién soy, ella lo sabe, pero igual lo digo para intentar obtener una reacción de su parte. _ ¿Por qué nos haces esto?

De pronto, no puedo contener las lágrimas. Me duele su desprecio. Ella no se alejó por su enfermedad; hace muchísimos años que me había hecho a un lado y yo no lo entendía. Estaba cansada de luchar e intentar acercarme a ella. Nuestra relación estaba acabada y, por primera vez, comenzaba a arrepentirme de no haberlo aceptado mucho antes.

_ Mamá, sé que me escuchas y también sé que no me quieres aquí. Tranquila, por fin dejaré de intentar obtener algo de ti. _ Limpié las lágrimas de mi rostro. _ Solo vine a decirte que regresaré a Stone Hill.

El cuerpo de mi madre se tensó completamente. Durante años no había obtenido una sola reacción de ella, pero en cuanto mencioné la vieja casa de mi abuela, todo su ser pareció protestar contra mí. Sus manos se cerraron en puños, haciendo girones de las sábanas, pero, a pesar de lo mucho que parecía molestarle mi decisión, no dijo nada.

Levanté la vista hacia el techo, sintiéndome derrotada. Nada de lo que hiciera me devolvería a la madre vivaz y amorosa que recordaba de mi niñez. Tomé mi bolso, decidida a marcharme. No pensaba perder más tiempo y, aunque me destrozara el corazón, debía aceptar de una vez por todas que mi madre había muerto aquella noche en que perdimos a Tom.

Justo cuando me giré, mi madre extendió su mano de golpe y me sujetó con demasiada fuerza de la muñeca. _ No tienes idea de lo que haces, niña estúpida. _ Su mirada me causó escalofríos; era como si estuviese poseída por el odio y la angustia. _ Nuestro apellido está maldito.

_ ¡Mamá, me estás lastimando! _ Intenté zafarme de su agarre, pero ella solo me aferró con más fuerza. _ ¿Por qué haces esto?




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