La voz de Stone Hill

Susurro de advertencia

Nunca imaginé que regresar a Stone Hill fuera a requerir mucho más que mi determinación por descubrir la verdad. El aire gélido me envolvía y temblaba cuando el típico paisaje urbano cambió drásticamente, cediendo paso a un entorno agreste y desolado que parecía burlarse de mí. Los árboles desnudos se mecían al viento como si sus ramas señalaran con advertencias silenciosas, recordándome que había dejado atrás la comodidad y seguridad de los suburbios.

Era absurdo sentir aquella inseguridad y turbación por un lugar que conocía perfectamente bien. Los años podían haber pasado, pero mi memoria conservaba con nitidez la imagen de aquel pueblo detenido en el tiempo y, sobre todo, la silueta imponente de la casa en la cima de la colina. Los pueblos como Stone Hill no cambiaban; sus habitantes parecían aferrarse al pasado, preservando con obstinación sus costumbres, sus fachadas envejecidas y su ritmo de vida pausado, casi ajeno al mundo exterior.

Sin embargo, a pesar de ese reconfortante anhelo de permanencia, la inquietud me oprimía el pecho. Necesitaba armarme de valor antes de continuar. Por eso, cuando divisé la vieja cantina al borde del camino, no dudé en detenerme. Un trago fuerte podría ayudarme a calmar los nervios y silenciar las sombras del pasado que se cernían sobre mi mente. Ya no había marcha atrás: estaba a solo un par de kilómetros del destino que había evitado durante tanto tiempo, el mismo lugar donde el oscuro suceso que marcó a mi familia seguía aguardando respuestas.

La cantina era una casucha vieja y modesta, con paredes de madera oscurecida por el tiempo. Dos pequeñas bombillas amarillentas pendían del techo, iluminando apenas a los pocos clientes que ocupaban la barra. De fondo, una guitarra sonaba con melancolía, mientras que el aire estaba impregnado de un persistente aroma a aceite quemado proveniente de la cocina. Las paredes estaban cubiertas de pósters descoloridos, algunos rasgados en las esquinas, testigos silenciosos de su antigüedad y del escaso esfuerzo por mantener el lugar en buen estado.

Los hombres sentados en la barra no parecieron notar mi presencia o, quizás, simplemente decidieron ignorarme. Sin embargo, el cantinero sí lo hizo. Su mirada se clavó en mí con un destello de desconfianza y la arruga en su frente delataba que mi llegada no le resultaba ni familiar ni bienvenida. Tragué saliva y avancé con decisión, consciente de que esta parada era solo un breve respiro antes de enfrentarme a los secretos que Stone Hill aún guardaba.

_ ¿Algo de tomar? _ Preguntó con voz grave y rasposa, su tono tan áspero como su aspecto. Era un hombre imponente, de gran altura y anchura, con la cabeza completamente calva, no por la edad, sino por elección. Sus brazos robustos cruzaban la barra con aire de dominio mientras me examinaba con ojos inquisitivos.

_ Aunque dudo que pueda tener algo que le guste a la señorita. _ Agregó con un deje de sarcasmo.

_ ¿Tiene ron? _ Pregunté, tratando de mantener firme mi voz, aunque la presencia del hombre me intimidaba.

El cantinero me observó durante un largo segundo, sus labios torciéndose finalmente en una sonrisa torcida, casi aprobadora.

_ Buena elección, niña, buena elección. _ Murmuró, deslizando con destreza una copa por la barra hasta que esta chocó suavemente contra mis dedos.

Lo tomé de un solo trago. El ardor fue intenso, abrasando mi garganta como una llamarada líquida. Apreté los labios, resistiendo el impulso de toser, y extendí la copa de nuevo hacia el cantinero.

_ Otro trago. _ Pedí, mi voz ahora un poco más firme. Sabía que uno no sería suficiente para reunir el valor que necesitaba.

_ ¿Qué hace una chica como usted en un lugar como este? _ Preguntó el cantinero mientras me servía el segundo trago con un tono tan inquisitivo como desconfiado. _ Este no es un pueblo de paso.

Mi familia es de aquí, respondí con firmeza, llevándome el vaso a los labios y apurando el licor de un solo trago, al igual que el primero.

_ No, no lo es. _ Replicó él, su voz ahora más áspera y cortante. _ Conozco a todos en este pueblo. Créame, si usted o su familia hubieran vivido por aquí, lo recordaría.

Miré a mi alrededor y noté que los demás clientes habían dejado de hablar y ahora me observaban con una mezcla de curiosidad y sospecha en los ojos. El ambiente se sentía tenso, cargado de una expectación silenciosa.

_ La propiedad en la cima de la colina le pertenece a mi familia. _ Declaré, dejando caer las palabras con un peso inconfundible.

El silencio que siguió fue casi opresivo. El cantinero y los clientes intercambiaron miradas de incredulidad mientras sus miradas volvían a clavarse en mí con más intensidad.

_ ¿Es tuya la casa de Stone Hill? _ Inquirió de repente una voz profunda y grave a mi espalda, rompiendo la quietud con un matiz entre la incredulidad y el temor.

Me giré lentamente en el taburete, encontrándome con un hombre de mi edad aproximadamente. Era alto, de complexión atlética, con cabello negro y ojos castaños. Sin duda, un hombre atractivo, pero lo que realmente captó mi atención fue la guitarra que sostenía con naturalidad entre sus manos, como si fuera una extensión de su propio ser.

_ En realidad, no es mía, es de mi familia. _ Respondí, intentando mantener la compostura.

_ Para el caso, es exactamente lo mismo. _ Replicó con un tono burlón y una sonrisa ladeada. _ La vieja casa es tuya, junto con su maldición.




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