La voz de Stone Hill

La casa en la colina

El camino hacia Stone Hill se extendía solitario bajo la penumbra de una noche sin luna. Enormes árboles se alzaban a ambos lados del estrecho sendero, sus ramas nudosas entrelazándose como si intentaran formar un túnel sombrío que apenas permitía el paso de la escasa luz de mis faros. El suelo estaba cubierto de zanjas y rocas, y una densa niebla comenzaba a elevarse desde el suelo, arrastrándose lentamente como un manto espectral que amenazaba con engullirlo todo a su paso.

Al llegar, detuve el auto frente a la oxidada verja de hierro que marcaba la entrada de la propiedad. Sus barrotes, entrelazados con enredaderas secas, crujieron levemente al viento, dando la inquietante impresión de que susurraban advertencias que no alcanzaba a entender. Bajé del vehículo, el aire frío acarició mi rostro, y entonces la vi: la vieja Stone Hill, erguida y majestuosa a pesar del abandono.

Me había preparado mentalmente para encontrar un cascarón vacío, una ruina consumida por el paso del tiempo, con ventanas rotas, la pintura descascarada y la maleza reclamando su territorio. Sin embargo, la realidad me sorprendió. La casa permanecía firme, resistiendo la desidia de las décadas. Las ventanas estaban protegidas por tablones de madera, el césped alrededor había sido cuidadosamente podado y las paredes, aunque desgastadas, aún mantenían su integridad. Alguien había estado cuidando de este lugar, pero ¿quién?

Dejé el auto en la entrada y avancé a pie, cada paso aumentando la sensación de que aún quedaba vida en aquella casa olvidada. Me detuve al pie de las escaleras del porche, dudando. ¿Estaba realmente lista para enfrentar lo que había venido a buscar? ¿Y si la versión de mis padres era la única verdad? ¿Podría ser que las muertes de aquel verano hubieran sido realmente un trágico accidente y que todo lo demás fuera producto de una mente traumatizada?

Sacudí la cabeza, tratando de disipar esas ideas. Había venido aquí con un propósito claro: desenterrar la verdad, sin importar lo dolorosa o perturbadora que pudiera ser.

Inspiré profundamente y subí los peldaños, cada uno crujió levemente bajo mi peso. Al llegar a la puerta, apoyé la mano sobre el pomo helado y empujé, cruzando el umbral de lo real a lo desconocido.

Dentro, un silencio pesado me envolvió. La oscuridad era espesa, pero no completa. A través de las rendijas de las maderas en las ventanas se filtraban delgadas líneas de luz que bailaban sobre las paredes cubiertas de polvo. Sin embargo, algo más que la simple penumbra parecía habitar ese lugar. Un eco del pasado vibraba en el aire, una presencia latente que me hizo estremecer.

Di unos pasos titubeantes y, de repente, como un torrente, los recuerdos regresaron. Risueñas carreras por los pasillos, las voces de mis hermanos y el aroma del chocolate caliente que mi abuela solía preparar. La cocina… la imagen se hizo tan vívida que casi podía percibir el aroma otra vez.

Me dirigí a aquel espacio, impulsada por una mezcla de nostalgia y necesidad. Al asomarme, allí estaba. Mi abuela, sentada a la mesa, con su vestido marrón y su delantal blanco, sosteniendo una taza de chocolate caliente. Su cabello recogido en un moño impecable, igual que la última vez que la vi. Me miraba con ternura, como si el tiempo no hubiera pasado.

_ ¿Abuela? _ Mi voz fue un susurro ahogado. Sabía que no podía ser real, pero la necesidad de creerlo era demasiado fuerte.

Avancé un paso, temiendo que, si me acercaba demasiado, su imagen se desvanecería. Pero no lo hizo. Su expresión cambió, tornándose grave, casi dolida.

_ ¿Julia? ¿Qué haces aquí? No deberías haber vuelto. _ Su voz era la misma de siempre, dulce pero cargada de preocupación.

El aire se volvió más frío. El espacio alrededor comenzó a oscurecerse, sombras espesas se alzaban desde los rincones, retorciéndose y cubriéndolo todo. Solo la figura de mi abuela permanecía nítida… por ahora.

_ ¿Qué sucede, abuela? ¿Qué quieres decir?

Ella alzó la mirada, pero su expresión ya no era la misma. Sus ojos, antes cálidos y amables, se oscurecieron hasta volverse dos pozos sin fondo. Retrocedí instintivamente, sintiendo el terror reptar por mi espalda.

_No debiste regresar, Julia. Ahora es tarde. _Su voz se distorsionó, tornándose grave, antinatural.

La oscuridad avanzaba, y con cada segundo sentía que el aire se volvía más denso, más irrespirable. Quise correr, pero mis pies parecían anclados al suelo. Mi abuela se levantó, la taza cayó al suelo, estallando en mil pedazos, y comenzó a avanzar hacia mí con movimientos espasmódicos, distorsionados.

_ ¡Dime qué ocurrió! ¿Qué pasó aquella noche? _ Grité, pero no hubo respuesta. Solo el eco de mi propia voz reverberando en la cocina.

En mi desesperación, tropecé y choqué contra la pared. Mi mano, temblorosa, rozó un interruptor de luz y, al accionarlo, todo cambió.

La oscuridad se disipó de golpe. La cocina volvió a estar iluminada y vacía. No había rastros de mi abuela ni de las sombras amenazantes. Solo el silencio y mi respiración agitada llenaban el espacio.

Me quedé allí, jadeando, tratando de convencerme de que todo había sido una ilusión, un truco de la mente cansada y sugestionada por las historias absurdas de la cantina.

_ Pura imaginación… solo eso.

Me obligué a calmarme y miré mi reloj. Medianoche. Las horas de viaje me pesaban y el agotamiento me vencía. Apagué la luz y me dirigí al cuarto que solía compartir con mis hermanos, tratando de ignorar la sensación persistente de ser observada.




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