La voz de Stone Hill

Nunca nos fuimos

El día que dejamos Stone Hill, la niebla cubría la carretera como un velo espeso, tragándose poco a poco la silueta de la mansión en el retrovisor. Nadie nos detuvo. Nadie preguntó por qué nos íbamos, como si el pueblo supiera que, después de lo que habíamos vivido, marcharnos era la única opción.

Ethan condujo en silencio, su mirada fija en la carretera, pero sus manos tensas sobre el volante lo delataban. Yo mantuve la vista en el paisaje que desfilaba a nuestro alrededor, sintiendo cómo la opresión de aquel lugar se disipaba con cada kilómetro recorrido. Nos estábamos alejando, sí, pero algo dentro de mí me decía que nunca nos libraríamos del todo.

Lo primero que hice al volver fue dirigirme a la residencia donde estaba mi madre. Necesitaba verla. Necesitaba comprobar con mis propios ojos que seguía aquí, que no había sucumbido por completo a la locura ni se había desvanecido en la muerte. Durante años, había vivido en la incertidumbre de perderla poco a poco, como arena escurriéndose entre mis dedos.

Theresa, la enfermera encargada de su cuidado, me recibió con una sonrisa tranquila, como si mi ansiedad no tuviera fundamento.

_ No tienes de qué preocuparte. _ Me aseguró, con un gesto amable. _ Tu madre ha estado muy bien últimamente.

Su voz debería haberme reconfortado, pero en cambio, una sensación extraña me recorrió la espalda. No respondí. Solo asentí y la seguí por el pasillo iluminado tenuemente hasta detenernos frente a la habitación 201.

Cuando Theresa abrió la puerta, mi corazón se detuvo.

La última vez que la vi, mi madre era solo un reflejo distorsionado de la mujer que una vez fue. Una figura frágil, consumida por un dolor implacable que la había aprisionado en las sombras. Sus días transcurrían en una niebla perpetua, atrapada en recuerdos que la desgarraban en silencio.

Pero ahora...

Estaba sentada sobre la cama, con un vestido azul claro y el cabello recogido en un moño elegante, tal como solía llevarlo en los tiempos felices, antes de que todo cambiara. Sus ojos, que antes eran pozos vacíos de desesperanza, ahora brillaban con la calidez de antaño.

_ Julia, cariño. _ Dijo con naturalidad, como si me hubiera visto ayer.

Mi cuerpo se tensó. Su voz no temblaba, no titubeaba, no llevaba la carga del dolor que la había perseguido durante tanto tiempo.

Era la misma mujer que recordaba de mi infancia.

_ Mamá... _ susurré, incapaz de ocultar mi asombro.

Ella sonrió, como si mi reacción le resultara extraña.

_ Julia, cariño, todo estará bien ahora. _ Se acercó y me envolvió en un abrazo firme, real. Por un momento, me quedé rígida, incapaz de procesar lo que ocurría.

Aquella habitación donde habia decidido recluirse estaba ordenada, iluminada por la luz del sol que entraba a través de las cortinas abiertas. Todo rastro del pasado parecía haber sido borrado, como si nunca hubiera existido.

Ethan no dijo nada, pero su mano rozó la mía con sutileza. Ambos sabíamos que esto era imposible. No después de lo que habíamos descubierto. No después de lo que mi madre había vivido.

Pero allí estaba ella, sonriendo, viva, como si Stone Hill nunca la hubiera tocado.

Recuperar a mi madre fue como despertar de una larga pesadilla. Durante años, había imaginado este momento, había soñado con verla sonreír de nuevo, con escuchar su voz libre de la tristeza que la había consumido. Ahora, ese sueño se había hecho realidad, y aunque en el fondo de mi mente latía una duda inquietante, decidí ignorarla. Me aferré a esa sensación con todas mis fuerzas.

No quería pensar en Stone Hill. No quería recordar los susurros en la oscuridad, las sombras que parecían acechar cada uno de nuestros pasos, ni el frío que se adhería a los huesos como si quisiera devorarme desde dentro. Lo que había ocurrido en esa casa debía quedar atrás.

Me repetí a mí misma que habíamos escapado. Que todo había terminado.

Así que elegí mirar hacia adelante. Elegí el futuro. Elegí vivir.

Nos alejamos del pueblo sin mirar atrás. Encontramos un lugar donde empezar de nuevo, un pequeño departamento en una ciudad donde nadie conocía nuestros nombres ni nuestra historia. Por primera vez en mucho tiempo, creímos que éramos libres.

Los días pasaban con una normalidad que casi nos parecía ajena. Ethan consiguió un trabajo, yo retomé mis estudios. Las noches ya no estaban plagadas de susurros ni de sombras que se deslizaban por los pasillos. Poco a poco, el pasado se convirtió en un eco distante, en un recuerdo que aprendimos a enterrar.

Pero entonces, ocurrió.

Una mañana, al despertar, encontré algo sobre la mesa de la cocina.

Un sobre.

El aire se volvió denso en mis pulmones cuando lo tomé con manos temblorosas. No había remitente, pero reconocí la caligrafía al instante. Era de Alex.

Ethan aún dormía cuando deslicé el papel fuera del sobre. Solo había una frase escrita en el centro de la hoja.

"La casa no me dejó ir."

El pulso me martillaba en los oídos. Mi respiración se entrecortó cuando sentí un escalofrío recorrerme la espalda.




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