La voz del olvido

Pesadillas

—¡Shhh!, ¿Escuchas? —preguntó la voz temblorosa y aterrada de un joven. 
—¿Qué cosa? —respondió otra voz similar a la primera. 
—Presta atención y escucha bien —insistió el primero. 
—¡Pero si no escucho nada! 
—Haz caso a lo que te digo. Escucha sus pisadas. 
—¿Cuáles? 
—La de los carroñeros que suben al barco. 
—¡Bomg, scuach!, ¡Bomg, scuach! —pasos escalofriantes, seguidos del sonido de una guadaña callaron el silencio escalofriante, y los jóvenes que cuchicheaban miraron perplejos al frente. 
Garras afiladas rechinaban por la madera, ocasionando que éstas gritaran adoloridas. Las velas se incendiaban y ellos estaban a su alrededor como espectros, sin ser vistos. El joven que había advertido del enemigo ahora temblaba de miedo, sus manos moradas por el frío se enroscaban y sobaban, sabía quiénes eran ellos, conocía la sed que tenían aquellos que saboreaban el barco. El segundo, cuya confusión era más palpable, miró el cielo, y en su frente una gota de sangre muy espesa y oscura escurrió a su reciente caída, el horror en su rostro hizo que sus ojos se saltaran fuera de su órbita. Su compañero, quien segundos antes se encontraba a su lado aterrado, ahora estaba muerto, colgando de una de las jarcias. El chico, aterrado, cayó de espaldas y en un tris de segundos las criaturas se lanzaron a él. 
—¡AAAAAAH! —gritó antes de que su corazón y cuerpo fueran devorados por aquellos extraños. 
—¡SUELTENLO! ¡AAH! —recostado en la cama de una habitación, el joven Luis despertó escurriendo grandes gotas de sudor y gritando asustado—, pero ¿Qué ha sido aquello? —. Se preguntó espantado al darse cuenta de que todo había sido una pesadilla, o al menos eso parecía. 
—Son las voces del pasado —susurró una voz. 
Confundido miró por todos lados pensando que Audrey había vuelto a visitarle después de tantos años sin su presencia a bordo del barco Marrum. Luis intentó conectar con esa aura tan extraña que le producía escalofríos y confianza, eso que le hacía sentir terror y paz al mismo tiempo, pero por más que intentó buscarle no le encontró, esta era otra presencia  distinta que se esfumó en un segundo sin dejar rastro, estaba sólo y quizá se estuviera volviendo loco. 
Su mirada triste y su sonrisa incomprensible representaban su pasado, aquel que no recordaba, ese que ignoraba y que sólo el reflejo de su cara podría ser la respuesta a sus dudas. 
Derrotado y agobiado caminó por la recámara, buscando algo a qué aferrarse, buscando un poco de comprensión, buscando ese consuelo que sólo las letras le pudieron dar desde que era un niño. Caminó hasta una pequeña mesa de madera, cogió una pluma gastada de ganso y sacó ese tintero que le daba vida a lo que sentía, ese desahogo de no tener a sus padres, de vivir sólo sin nadie que le escuchase, nadie más que su pequeña y hermosa musa, esa su mejor amiga que tanto quería y que protegía del mal que por su sangre corría, esa condena que nadie debería conocer pues sería la llave para el peor caos en los mares y en la tierra, era la condena a…, la condena a un secreto que a Ella se le tenía prohibido mencionar al igual que Luis, la poseedora de Ella no sabía lo que estaba por venir, y Luis sólo hacía bailar agotadamente esa pluma que le daba vida a sus versos, a sus historias increíbles dónde un chico como él se sentía al borde de la muerte, listo para pasar al mundo donde la paz predomina para la eternidad, esa paz que el joven Luis no debería de desear. Deseos acumulados y provocados por sus mismos compañeros de la tripulación, deseos que le engendraron Jacinto, Javier, Adrián, Mauricio y el capitán Runfo tras sus constantes ataques ofensivos, tras sus malos tratos hacia Luis, todo desde que el pobre llegó al barco, desde que era un pequeño de cinco años. Ese bebé inofensivo que miraba al mundo aterrado, ese que lloraba por las noches en la recámara al extrañar a su madre junto a él, ese pequeño que soñaba con su padre el cual amaba más de lo que llegó a imaginar. Él era un niño diferente; un listo y solitario niño que amaba la magia, amaba leer y le tenía pánico a los lugares concurridos, era el que se alejaba del mal y purificaba su alma, un pequeño con tantos secretos qué ocultar, con un segundo nombre por ocultar, había un mal que le perseguiría por la eternidad. Ahora el joven Luis era sólo las sombras del olvido de una pequeña fracción de su pasado, era el extraño resultado de una combinación peligrosa, era un sueño en letras. 
Plasmando con agilidad en un papel sus delgadas letras tan llenas de rima se encontraba, las ideas fluían como cascada, mi pobre hermana que él sostenía entre sus dedos no tenía descanso alguno, poca vida le quedaba pues el joven estaba por agotarse la tinta negra, hecha de grasa de ballena, y aún así no parecía importarle, no le importaba que se agotara y él se quedará escribiendo en la nada sin marcar palabra alguna sobre las hojas de aquel cuaderno gastado, él sólo quería llorar en silencio, quería contar lo que su frágil corazón guardaba y que jamás podría mencionar. 
Su rostro, que con los años se había vuelto más fino, resaltaba los cambios que la vida le había traído, sus labios rojizos resaltaban con su piel clara; su nariz pequeña marcaba el inicio de una nueva vida; aquellos ojos claros tan misteriosos eran el reflejo de su bella madre; su larga cabellera que hasta las paletas de su espalda llegaba, remarcaban su tierna carita que en ocasiones se presentaba como la misma de un niño pequeño, quizá ese que aún habitaba silenciosamente en su corazón; sus cejas gruesas tan inigualables y espectaculares hacían sus facciones ser más admirables, le hacían ver la belleza más simple pero perfecta jamás antes vista; pero si rostro tenía algo, algo que lo diferenciaba de los demás y que él trataba siempre de ocultar con su largo fleco, ese que tapaba siempre uno de sus ojos y parte de su rostro, eso que ocultaba era una enorme y roja rajada ya ahora convertida en cicatriz y que en su infancia y hasta la actualidad era el recuerdo de la noche que ocurrió la desgracia, ese mismo en el que en su sentencia fue confirmada y que el tiempo de su vida comenzó a contar con tic-tacs escalofriantes, su final se acercaba cada mañana, cada tarde y cada noche, sin importar que ese mismo día se convirtiera en un huérfano desterrado. 
—¡Eh, tu! ¡Luis! ¿Dónde estás? —el grito molesto de Jacinto se escuchó llamarle desde la cubierta. 
Rápido, el joven guardó sus papeles y escondió su pluma agonizante, nadie sabía lo que hacía, nadie sabía lo que era realmente: un escritor encapsulado, sólo el viento era el único testigo pues años atrás cuando el arte de las letras comenzó a aparecer en su desgraciada vida, sus compañeros me juzgaron, le insultaron y destruyeron aquello que con tanta pasión había escrito; le habían prohibido tocar papel alguno , y aquellas libretas nuevas que había conservado, aquella noche ardieron en cenizas. Nadie le entendía, nadie de la pequeña tripulación lo hacía, para ellos Luis sólo era un idiota soñador, palabras equivocadas que quizá eran la muestra de un cariño negado a aceptar. 
—¡Voy! ¡Ya voy! —contestó tratando de escucharse calmado mientras escondía debajo del colchón aquel cuaderno. 
—¡Vamos, no tengo tu tiempo! —presionó, golpeando la puerta. 
Una vez escondió el material y se secó las lágrimas que sin querer habían aparecido en su rostro, escurriendo por sus blancos cachetes, salió del dormitorio y subió las escaleras para llegar con su compañero aún en cubierta. 
—¡Milagro! Pensé que nunca llegarías —se burló  
—Vamos, Jacinto, ¿Para qué me ocupabas? —preguntó seriamente. 
—Yo a ti, sólo para limpiar los almacenes, pero en esta ocasión no soy yo quien te llama sino el capitán Runfo. Me ordenó que te dijera que fueras a si camarote porque quiere hablar muy seriamente contigo —dicho esto, el joven Jacinto se fue y dejó sólo a Luis, quien no dejaba  de preguntarse si su desgracia había llegado al fin. 
 




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