Una noche, la voz del silencio
le hizo aprender a una joven
algo que nunca olvidaría y que nunca se habría parado a pensar pero que valoraría por siempre.
Aprendió que su estado de ánimo
no debería depender de si por fin
ese chico se había percatado de su existencia o había comenzado a contestar a sus mensajes,
tampoco por el no saber cuándo podría celebrar su fiesta de cumpleaños a lo grande o por programar el próximo viaje.
Sino aprender a valorar los pequeños gestos diarios de
las personas que la admiran
por eso tan especial que
tiene cuando es solamente ella.
También del tiempo dedicado a crecer interiormente,
a evolucionar como persona,
a ser una versión mejorada de esa chica insegura, llena de indecisiones y muerta de miedo por
decidir vivir de una vez.
Vivir sin él, sin el ruido de
esa mayoría que la hacía sentir en minoría
con cada palabra que salía de su voz indiferente
que tornaba su rostro en ausente, ausencia que alarmaba y aún alarma a la voz desolada que necesita atención desesperada.
Pero pronto su voz crecería y crecería sigilosamente
para alzarse en defensa
de las personas vulnerables y de las pisadas de solidaridad de los caminantes por las calles
y la gran huella que han dejado sus pasos en los corazones de las personas,
aquellas combatientes en la lucha contra el miedo,
referentes en responsabilidad civil.
Aunque el miedo entrecortó y estremeció su voz,
sintiendo cada día más frío.
El que no le impidió celebrar la libertad de los indefensos
que durante años permanecieron recluidos por nuestros actos y asustados por nuestra presencia.
Su voz cantó orgullosa y sin poder creer que esa persona con la que se crió,
crecería y se convertiría en su héroe.
Pero su voz se negó a acostumbrarse,
a acomodarse sin luchar,
su voz no se calló mientras tuvo corazón.
Intentó ser la voz de los que ya no tienen.
La voz que no entiende de clases sociales sino de personas.
A las que deberían criticar menos y agradecer más los actos.