Jueves, 31 de octubre de 2024. El aire en el pueblito de San Juan estaba cargado de humedad y silencio. Mi madre y yo llegamos a la casa de mi abuelo, quien estaba gravemente enfermo. Me dijeron que su tiempo se acababa. Al entrar en la vieja casa de madera, una sombra pesada parecía cubrirlo todo. Cada rincón del hogar estaba impregnado de tristeza, y aunque yo era solo un niño, podía sentir que algo oscuro rondaba el lugar.
Mi abuelo, Manuel Santoro, llevaba días postrado en su cama. Las cortinas de su habitación estaban siempre cerradas, y un olor a incienso rancio flotaba en el aire. Mi madre, Cecilia, me mantuvo alejado de su habitación la mayor parte del tiempo. Me decía que debía dejar descansar a mi abuelo, pero yo sentía curiosidad. Las pocas veces que me permitieron acercarme, lo veía allí, inmóvil, con una piel pálida y ojos que parecían vacíos, pero con una sonrisa extraña que nunca abandonaba su rostro.
El pueblo entero estaba envuelto en rumores. Hablaban de lo terrible que había sido Manuel, de cómo había gobernado con mano de hierro durante décadas. La gente esperaba con ansiedad el día de su muerte, como si un gran peso fuera a levantarse de sus hombros. Aunque todos lo odiaban en secreto, pocos se atrevían a mostrarlo. Había algo en él, incluso en su estado de salud débil, que seguía infundiendo miedo.
Una mañana, mientras mi madre y yo desayunábamos en el comedor, una voz ronca y baja rompió el silencio: "Manuel ha muerto." Era Carmona, el administrador de la familia. Su rostro parecía tan impasible como siempre, pero en su mirada había una chispa de alivio. Su anuncio fue breve y contundente. "El pueblo entero se sentirá liberado", murmuró antes de retirarse.
Mi madre se quedó en silencio, mirando hacia la ventana. No lloró, pero su rostro parecía una máscara de piedra, tan dura y fría como el mismo Manuel.
Esa misma tarde, la casa se llenó de vecinos que venían a dar el pésame. El ataúd de mi abuelo, tallado en madera oscura y cubierto con una tela blanca, estaba en el centro del salón. Yo lo observaba desde una esquina, mientras mi madre se mantenía cerca del ataúd. Manuel Santoro, aún en la muerte, mantenía una expresión desafiante. Su sonrisa era perturbadora, como si su muerte fuera parte de un plan del que solo él tenía conocimiento.
Ramonita, su esposa, estaba sentada junto a él. Nadie decía nada, pero todos notaban lo extraño que parecía su semblante. No había lágrimas en su rostro, pero sus ojos estaban fijos en el cadáver, como si esperara que se levantara en cualquier momento. El pueblo se despidió de él con un suspiro colectivo de alivio, pero Ramonita no compartía ese alivio.
Cuando todos se fueron, y la casa volvió a quedar en silencio, Ramonita murmuró en voz baja: "Él no se ha ido."
Aquella noche, el viento soplaba con fuerza, haciendo que las viejas ventanas crujieran y las puertas chirriaran. Los árboles se agitaban como figuras fantasmales bajo la luz de la luna.
Fue en medio de ese vendaval que Ramonita comenzó a escuchar algo. Eran pasos que resonaban en los suelos de madera de la casa, aunque no había nadie más. Luego, un susurro helado cortó el aire:
"No me he ido, Ramonita."
Ella se estremeció, sus manos comenzaron a temblar mientras se abrazaba a sí misma, intentando convencerse de que era el cansancio, el duelo, el miedo. Pero sabía que no era así.
Esa noche, no pudo dormir.
Tres días después del entierro, la tensión seguía aumentando. Cecilia estaba cada vez más callada y distante. Los susurros se volvieron más frecuentes y claros para Ramonita. Cada noche, la voz de Manuel se volvía más insistente.
"No me dejes, Ramonita. Tengo asuntos pendientes."
Cansada de las voces, y sabiendo que algo oscuro rodeaba la muerte de su marido, Ramonita fue en busca del padre Ernesto, el viejo sacerdote del pueblo. Al verlo entrar a la casa, algo en su porte solemne y en su expresión grave me hizo sentir una opresión en el pecho, como si presagiara que nada bueno estaba por venir.
—"Padre, Manuel... su voz. Me está llamando desde el más allá." La voz de Ramonita temblaba. "No ha encontrado paz. Algo lo retiene, algo oscuro."
El sacerdote, incrédulo, la miró con compasión. "Hija, los muertos no regresan. Manuel está en manos de Dios."
—"Por favor, padre, venga conmigo al mausoleo. Bendiga su tumba. Algo no está bien."
A regañadientes, el sacerdote aceptó, y acompañó a Ramonita al mausoleo familiar. Recuerdo que mi madre no quiso ir con ellos; estaba cada vez más encerrada en sí misma.
La atmósfera en el cementerio era pesada, el aire húmedo y el cielo gris, amenazando tormenta.
Al llegar, notaron algo extraño. La tapa del sarcófago estaba rota y la lápida desplazada.
—"Dios nos proteja," murmuró el padre Ernesto, mientras sus manos temblorosas apretaban su crucifijo. El viento soplaba con fuerza, levantando polvo del suelo y hojas secas. El sacerdote comenzó a rezar en voz alta, pero mientras lo hacía, un susurro cortante se mezcló con el viento:
Editado: 31.10.2024