Las noches en el caserón Santoro siempre habían sido sombrías y pesadas, como si la oscuridad misma se hubiera instalado en los muros. Pero esta noche era diferente. Algo en el aire parecía vibrar con una energía ominosa, como si la noche misma estuviera esperando algo. Yo había sentido ese cambio en el ambiente, como un latido en mi pecho, desde que mi abuela Ramonita me había llamado a su habitación.
"Manuel ya no está, Carmona", escuché decir a mi abuela con una voz que temblaba como una hoja de árbol en una tormenta. "Y sabes bien lo que eso significa... La entidad vendrá por el próximo. La deuda de los Santoro aún vive".
La entidad. Esa palabra siempre me había dado un escalofrío. No sabía qué era, pero sabía que era algo malo. Carmona, el administrador de la familia, habló con una voz que parecía pesarle el peso de siglos. "La familia no tiene escapatoria... y tú sabes quién es el próximo".
Me quedé ahí, paralizado, mientras mi mente intentaba asimilar lo que había escuchado. Intenté entender si realmente era el próximo en una línea de deudas y sacrificios que nunca me habían explicado, pero que, al parecer, llevaban siglos grabados en la historia de los Santoro.
Esa noche, decidí averiguar todo lo que pudiera sobre esta "deuda" de la familia. Caminé con pasos firmes hasta la biblioteca del caserón, rodeado por los retratos de mis ancestros que me observaban con miradas vacías y solemnes. Uno de esos rostros, el de Ignacio Santoro, me detuvo. Hay algo en su mirada que parecía cruzar el tiempo, y mientras me enfocaba en él, mi mente se sumergió en los relatos que siempre había escuchado a medias.
Mi bisabuelo, Ignacio, había sido un hombre con una ambición desmesurada, alguien que no conocía los límites ni temía a las sombras. Una noche sin luna, en medio del monte, encontró una cueva que los ancianos decían era un paso entre el mundo de los vivos y los muertos. Allí, se enfrentó a una entidad llamada llubele él no sabía qué era, ni si tenía forma. Pero la historia cuenta que Ignacio regresó con una promesa sellada con su propia sangre. A cambio de riqueza y poder sobre el pueblo, los Santoro debían entregar al primer hijo varón de cada generación.
Al principio, Ignacio no se dio cuenta del precio real que pagaría. El pacto parecía un rumor, una superstición. Sin embargo, su primogénito cayó enfermo al cumplir catorce años y murió en circunstancias inexplicables, dejando a Ignacio con la marca de aquel sacrificio. Desde entonces, la entidad vendió su promesa con una muerte que pasaría a convertirse en el legado sombrío de nuestra familia.
Ignacio Santoro tuvo un segundo hijo, Aurelio, mi abuelo Manuel y otro hermano mayor, que también fue reclamado por la entidad en el mismo ciclo de muertes. La familia supo entonces que, generación tras generación, el pacto no era un cuento ni una superstición. Aurelio también perdió a su primogénito, y así quedó claro que los Santoro estábamos atrapados en una deuda eterna, sellada con la muerte de los hijos varones.
Mi abuelo Manuel conoció bien esta historia, y aunque intentó evitarlo, el pacto siguió siendo su destino. Pero Manuel no tuvo hijos varones; solo a mi madre. Por un tiempo, mi abuelo creyó que quizás, al no haber un primogénito masculino directo, el ciclo podría romperse. Sin embargo, tras su muerte, la voz de la entidad parece haber despertado nuevamente.
Me senté en el sillón de mi abuela, rodeado por los libros viejos y polvorientos que parecían observarme con ojos vacíos. Ella me miró con una expresión grave y me habló con una voz que parecía pesarle el peso de siglos. "Daniel, hijo mío, el pacto no se rompió. La entidad ha esperado pacientemente, y ahora tú eres el siguiente en la línea. El próximo heredero".
Esa palabra me golpeó como un yunque. De repente, todo lo que sentía como una mera curiosidad se convirtió en una sentencia que caía sobre mis hombros. No era solo Daniel Santoro. Era el próximo sacrificio de un pacto sellado hace tres generaciones.
Me levanté y salí a los jardines, necesitando respirar el aire frío de la noche. Los pensamientos se agolpan en mi mente; cada paso que me aleja de mi infancia y me acerca a un abismo desconocido, uno que ya no puedo evitar. Al mirar las estrellas, un sentido de inevitabilidad me inunda. Si mis antepasados no encontraron una salida, ¿qué puedo hacer yo?
Y, sin embargo, en el fondo de mi ser, una chispa de rebelión se enciende. Tal vez, solo tal vez, existe alguna manera de detener esto. Quizás haya algo en la historia de mis antepasados, algún error, algún detalle que pueda usar para romper el ciclo. La respuesta debe estar aquí, en estos muros, entre los papeles antiguos, en algún rincón olvidado del caserón.
Editado: 31.10.2024