La voz de aquella sombra seguía resonando en mis oídos, incluso después de que el aire se calmara y la temperatura en la sala volviera a ser soportable. Sentía la mirada pesada de la figura sobre mí, como si hubiera dejado una marca invisible en mi pecho, una especie de quemadura helada que me congelaba hasta el alma. Cada latido, cada pulsación, era un eco del horror que acababa de presenciar. Nadie habló por un momento. Ni siquiera el viento que siempre agitaba las ramas del árbol grande se atrevía a romper el silencio. Todo a nuestro alrededor, incluso el mismo tiempo, parecía haberse detenido.
Ramonita, con el rostro pálido y los ojos como dos pozos oscuros, seguía sosteniendo el grimorio en sus manos, pero ahora las veía temblar. La piel de sus nudillos estaba blanca de la presión con la que se aferraba al libro, como si él mismo fuera una tabla de salvación en un mar tempestuoso. “No va a llevárselo”, murmuró, casi para sí misma, como si intentara convencerse de algo que ni ella misma creía posible. Carmona, a su lado, miraba al suelo, incapaz de encontrar palabras para calmarla o para calmarme a mí.
Entonces, como una ráfaga de viento invisible, todas las velas se apagaron de golpe. La oscuridad se desplomó sobre nosotros como una manta opresiva, y lo único que sentí fue la mano temblorosa de mi abuela agarrando la mía con fuerza, como si al aferrarse a mí intentara sostenerse en la realidad, para no caer en un abismo sin fondo. Pero no era suficiente. Aquel vacío oscuro parecía más denso que cualquier sombra, como si la misma esencia de Manuel se hubiera impregnado en cada rincón de la casa.
Mi mente se llenó de imágenes y sensaciones, recuerdos y pensamientos que no eran míos, o al menos no de esta vida. Sentía el peso de algo antiguo, de un pacto hecho hace mucho tiempo, sellado con palabras susurradas al oído de Manuel por una entidad que, en algún momento, había sido incluso más poderosa que el mismo hombre. Mis piernas temblaban, y mi corazón palpitaba con tanta fuerza que sentía que iba a estallar en cualquier momento. Los recuerdos me invadían, visiones de un ritual en el que un hombre solitario, desesperado por el poder y la vida eterna, ofrecía todo lo que tenía a cambio, sin saber que un día, aquello que había sacrificado volvería para reclamar su deuda.
En medio de ese caos mental, escuché una respiración ajena a la nuestra, un sonido profundo y ahogado, como si alguien estuviera respirando desde el fondo de una cueva oscura. Mis sentidos estaban alertas, y en mi cabeza sonaba una sola advertencia: no mires hacia atrás. Pero mis ojos, como guiados por una fuerza invisible, se giraron hacia la puerta, y ahí, apenas visible en la penumbra, estaba él. No era él, en realidad, pero una sombra, un eco de lo que alguna vez había sido Manuel.
No sé cuánto tiempo pasé en silencio, congelado por aquella visión, pero cuando volví en mí, la figura se había desvanecido. Solo quedaban las sombras en las paredes, retorcidas y frágiles, y el eco de una promesa rondando mi mente, como una advertencia que se grababa en mi memoria: “Volveré, Daniel. Nadie escapa del destino.”
El silencio que siguió fue tan denso que parecía envolvernos como un manto. Mis manos sudaban, y un leve mareo me hizo perder el equilibrio por un momento. Ramonita soltó mi mano, y aunque intentaba ocultarlo, su mirada estaba cargada de miedo. Me miró como si buscara una respuesta en mis ojos, algo que la tranquilizara, algo que le asegurara que yo estaba bien. Pero yo no tenía respuestas, solo la certeza de que lo que acabábamos de enfrentar no había sido un simple fantasma, sino algo mucho peor, una fuerza que no tenía intenciones de dejarnos en paz.
Cuando al fin me atreví a levantar la voz, las palabras salieron de mis labios casi en un susurro. “¿Qué fue eso, abuela? ¿Por qué me miró… así?”
Ramonita titubeó, buscando las palabras adecuadas. Su voz era apenas un hilo, un susurro que intentaba pasar desapercibido para que las sombras no volvieran a escucharnos. “Hijo… eso que viste no es tu abuelo. No es Manuel. No sé qué es… pero ha tomado algo de él, algo que no quiso dejar ir.”
Carmona intervino, aún tembloroso. “Hicimos el ritual. Seguimos cada instrucción, cada palabra del grimorio. Esto no debería estar pasando. Manuel debería descansar… debería estar en paz.”
Pero sabíamos, en el fondo, que no había paz para Manuel, ni para nosotros. Algo había sido despertado, y sentía que esa cosa estaba hambrienta, insaciable. Había un precio que se debía pagar, y de alguna manera yo estaba en el centro de todo, como si mi propia existencia fuera el eslabón que faltaba para que todo encajara en su sitio, para que el ciclo se completara.
Esa noche, el sueño me eludió. Cada vez que cerraba los ojos, veía su figura oscura, su sonrisa burlona, sus ojos sin vida observándome, acechándome desde el otro lado de la oscuridad. El aire se volvía espeso y pesado, como si algo o alguien estuviera en mi habitación, respirando junto a mí, observándome mientras intentaba calmarme. Las sombras se movían, pero no de una forma natural; parecían tener vida propia, como si se acercaran a mí, como si quisieran envolverme en un abrazo frío y eterno.
Al día siguiente, al amanecer, fui al jardín trasero y me senté bajo el gran árbol, el que mi abuelo Manuel había plantado cuando llegó a esta casa. Sus raíces profundas parecían esconder secretos, y ahora entendía que aquellos secretos no eran solo leyendas o cuentos antiguos. Eran parte de mi vida, de mi historia. Sentía el peso del árbol, de su presencia imponente y protectora, pero también el susurro de algo que se ocultaba bajo la tierra, algo que estaba esperando su momento para volver a salir.
Editado: 31.10.2024