Matilda Vargas volvió a Barinas con el sol en la espalda y los recuerdos en la maleta. Después de años en Europa, entre cafés silenciosos y estaciones grises, decidió regresar a su tierra natal donde sus padres habían sembrado más que maíz: una historia, una raíz, y una promesa. La granja que heredó tras su muerte seguía en pie, aunque el portón oxidado y los árboles torcidos parecían susurrar que el tiempo no había sido amable.
La casa que compró para José, su novio, estaba a unos quince minutos del terreno principal. Pequeña, y sencilla, con paredes de adobe y techo de tejas rojas. Él había aceptado sin protestar. No estaban casados, y Matilda, fiel a sus principios, prefería mantener cierta distancia. “Por ahora”, decía con una sonrisa que no prometía nada.
Tres años habían pasado desde entonces. La rutina se había instalado como el calor: persistente, envolvente, a veces sofocante. Evangelina y Ortencia eran visitas frecuentes. Mejores amigas desde la niñez.
Las tres se reunían en la galería de la casa principal, entre risas, café y cuentos que Josefina, la vecina anciana, les regalaba como si fueran caramelos envenenados.
—Esa casa tuya tiene historia, mi niña —decía Josefina, con los ojos entrecerrados y la voz temblorosa—. Antes vivió una mujer sola. Decían que hablaba con las paredes. Que las paredes le respondían.
Evangelina se reía, pero con ese nerviosismo que no se disfraza del todo.
—Seguro era loca —murmuraba, cruzando los brazos.
Ortencia, más escéptica, se limitaba a rodar los ojos.
—O tenía vecinos chismosos. Aquí todo se sabe, aunque nadie diga nada.
Matilda escuchaba, a veces divertida, a veces inquieta. No creía en fantasmas, ni en maldiciones, ni en las leyendas que Josefina coleccionaba como estampillas. Pero había algo en su tono, en la forma en que miraba la casa, que le dejaba una sensación extraña. Como si las palabras no fueran cuentos, sino advertencias.
Esa noche, mientras se cepillaba el cabello frente al espejo, Matilda pensó en la mujer que hablaba con las paredes. ¿De verdad vivió esa mujer aquí? ¿Qué habría escuchado? ¿Qué habría dicho? ¿Y por qué nadie la ayudó?
El viento sopló fuerte, y una teja se movió con un crujido seco. Matilda se acercó a la ventana. Afuera, todo estaba en calma. El campo dormía. La casa también.
Pero justo antes de apagar la luz, creyó oír algo. Un susurro. Breve. Indescifrable.
Se quedó quieta, con el cepillo en la mano y el corazón latiendo en la garganta.
Nada. Silencio.
Sacudió la cabeza, sonrió para sí, y se metió en la cama.
—Ya los cuentos de doña Josefina te volverán loca —susurro para si misma.
Afuera, el viento volvió a soplar. Adentro, las paredes guardaban silencio.
Por ahora.