La voz en la pared.

Un susurro.

El sol cae lento sobre los campos. Matilda sirve café en dos tazas de cerámica agrietada. Josefina se acomoda en la mecedora, con su sombrero de paja ladeado y los ojos entrecerrados como si viera más allá del horizonte.

—Este café sí sabe a casa… no como esas cosas aguadas que toman allá en Europa —dijo la anciana aspirando el aroma del café.

Matilda soltó una risa.

—Allá todo es más suave, en cierto sentido. Hasta el miedo. Aquí ustedes lo condimentan con cuentos.

—¿Cuentos? ¿Tú crees que lo que yo digo son cuentos, Matilda? —dijo Josefina y carraspea.

—Bueno, Josefina… la mujer que hablaba con las paredes, el espanto enamorado, el hombre que se convirtió en sombra… ¿de dónde sacas tanta imaginación? —dijo Matilda en tono juguetón—. Además, lo del silbon, la sayona y la llorona, cuentos de camino.

Josefina deja la taza sobre su regazo. Su mirada se endurece. El viento sopla justo en ese momento, levantando polvo del camino.

—No es imaginación, niña. Es memoria.
Aquí la tierra no se olvida de nada. Y las paredes… tampoco. —dijo la anciana con voz firme.

Matilda se queda en silencio y algo incómoda.
—Yo solo decía…

—Tú vienes de lejos, olvidando tus raíces —interrumpe la anciana—. con tus ideas modernas y tu casa nueva. Pero esta tierra tiene voz. Y si no la escuchas con respeto, te va a hablar a gritos.

Matilda baja la mirada y el café se enfría entre sus manos. Josefina vuelve a tomar su taza, pero su tono ya no es tan severo.

—La mujer que vivió en tu casa… también pensó que eran cuentos. Hasta que las paredes empezaron a decirle cosas que nadie más sabía. —dice esta vez la anciana pero con su voz suave.

—¿Y qué pasó con ella? —pregunto curiosa.

Josefina le contesta en susurros.

—Un día dejó de hablar. Solo escuchaba.
Y después… nadie la volvió a ver.

El silencio se instala como un visitante incómodo. El viento vuelve a soplar. Esta vez, parece que trae algo más que polvo.

Matilda se quedó un rato más en el porche, viendo cómo el sol se deshacía sobre los campos. Josefina ya se había ido, caminando lento, con su bastón golpeando la tierra como si marcara el ritmo de una historia que aún no terminaba.

Las palabras de la anciana seguían flotando en el aire. “La tierra no olvida. Y las paredes… tampoco.”
Matilda se obligó a sonreír. Era solo una frase. Un cuento más. Pero algo en su tono, en la forma en que la dijo, le había calado hondo.

Esa noche, la casa parecía más silenciosa que de costumbre. José se había quedado en la suya, ocupado con unos papeles. Evangelina y Ortencia no llamaron. Matilda se preparó una cena ligera, revisó unos documentos de la granja, y se metió a la ducha.

El agua tibia le relajó los hombros, pero no la mente.
Mientras se secaba frente al espejo, creyó oír algo.

Un murmullo.

Se detuvo., pero no era nada. Solo el goteo del grifo.

Se puso una bata, caminó por el pasillo, y se detuvo frente a la pared del comedor.

Allí.

Sintió un sonido leve. Como si alguien respirara muy cerca. Pegó el oído.

Silencio.

Pero justo cuando se alejaba, lo escuchó.

—Matilda…

La voz era apenas un susurro. Como si viniera desde dentro del muro. Matilda retrocedió, con el corazón golpeando fuerte. Volvió a acercarse.

Nada.
Solo el eco de su nombre, flotando en su memoria.

Se rió nerviosa.
«Estoy sugestionada. Josefina y sus cuentos me tienen loca.»

Fue a la cocina, se sirvió un poco de agua, y volvió al cuarto.
Pero al pasar por el pasillo, lo volvió a oír.

—Te estoy vigilando…

Matilda se detuvo en seco.
La voz era distinta. Más grave. Más clara.
Miró alrededor, pero no había nadie.

Abrió la puerta principal. Afuera, el viento soplaba suave., así que cerró y volvió al pasillo.

Silencio.

Se metió en la cama, con el corazón aún agitado.
Tomó el celular. Pensó en llamar a Ortencia. O a Evangelina.
Pero no lo hizo.

—Será para que se rían de mí.

Apagó la luz y el silencio volvió, pero esta vez, no era paz, sino algo más que estaba por venir.

—Matilda...




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