La voz en la pared.

Eso es el viento.

Pasaron varios días sin incidentes. Matilda se concentró en los preparativos de la boda, ya que meses atrás José le había pedido matrimonio y ella aceptó feliz, pues llevaba más de 3 años de noviazgo y ahora era el momento de dar el siguiente paso, así que estaba con los detalles del vestido, en los invitados que vendrían desde Caracas y hasta desde Europa. José parecía más involucrado que nunca, atento, sonriente, casi demasiado perfecto.

Aunque para sus amigas, desde que conocieron al chico, no fue mucho de su agrado, pero Matilda solo les decía a ellas, que dejaran de desconfiar, José era un príncipe azul.

—Los príncipes azules no existen, Mati —decía Ortencia.

—Pero los verdes si existen —agregaba Evangelina.

—Chicas, por favor, Jose es encantador, no lo juzgen tanto.

—Ok, como digas —dijeron ambas y desde ese día, no volvieron a tocar un tema en contra del chico. Si su amiga era feliz, ellas lo aceptaban.

Una tarde, mientras revisaban la lista de proveedores en la cocina de la casa principal, Matilda se atrevió a mencionarlo.

—José… ¿tú has escuchado algo raro en esta casa?

Él levantó la vista, con una ceja arqueada.

—¿Raro cómo?

—No sé… voces. Susurros. Como si alguien hablara desde las paredes.

José soltó una carcajada breve, casi burlona.

—Matilda, por favor. Eso es el viento. Aquí todo cruje, todo sopla. No empieces con esas cosas.

Ella bajó la mirada, incómoda. No esperaba que le creyera, pero tampoco que se riera.

José se acercó, le tocó la mano, y entonces lo dijo:

—¿Y si vivimos juntos ya? Digo… esta casa es grande, y tú estás sola aquí, o te vienes a vivir conmigo, mi casa es muy pequeña.

Matilda se tensó. Lo miró con calma, pero con firmeza.

—No. Quiero que estemos casados primero. Ya lo hablamos.

José sonrió, pero sus ojos se apagaron un poco.

—Claro… claro. Es solo que a veces siento que no confías en mí. Que te cuesta soltar el control.

Ella se apartó con suavidad.

—No es eso. Solo estoy acostumbrada a manejar todo sola. Pero ya estoy buscando empleados para delegar más cosas del rancho. No quiero seguir cargando con todo.

José asintió, pero su sonrisa era más rígida que antes.

—Tal vez ese cansancio es lo que te hace escuchar cosas. No es sano vivir tan encerrada y tanto monte también pone loca a la gente.

Matilda no respondió. Cambió de tema. Siguieron hablando de flores, de música, de mesas. Pero algo en ella se había movido. Despues de eso, paso el resto de la tarde en casa de Josefina ayudándola en algunas cosas que la anciana necesitaba.

Esa noche, cuando volvió a su casa tenia una sensación extraña. Como si las palabras de José se hubieran quedado flotando en el aire. “No es sano vivir tan encerrada.”

Se duchó, se puso su bata, y caminó por el pasillo.
Los susurros volvieron.
Más claros. Más insistentes.

—Matilda…
—Te estoy vigilando…
—No estás sola…

Se detuvo frente a la pared del comedor. Pegó el oído.
Nada.
Pero al alejarse, lo oyó de nuevo.
Una risa. Breve. Seca.
Como si alguien se burlara desde dentro.

Matilda cerró los ojos.
«Estoy cansada. Es el viento. Es el estrés.»

Pero cuando abrió los ojos, vio algo que no estaba antes.
Una pequeña grieta en la pared.
Justo donde había escuchado la voz.




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