La voz en la pared.

Grieta.

Matilda despertó con los ojos ardiendo y la cabeza pesada. No había dormido bien. Otra vez.
El café no ayudó. Ni el sol que entraba por la ventana.
La casa estaba en silencio, pero no era un silencio tranquilo. Era un silencio que parecía contener algo. Como si las paredes respiraran despacio, esperando algo.

Se acercó al comedor, donde había visto la grieta.
La tocó con los dedos. Fría y delgada.
Como una cicatriz que no estaba allí antes.

Pasó la mañana revisando cada rincón de la casa. Las paredes, el techo, el suelo. Buscaba más grietas, más señales. Pero no encontró nada.
Solo esa.
Solitaria.
y demasiado perfecta, para ser una grieta.

«Es el cansancio. El estrés. Las voces son producto de eso»

Se lo repitió varias veces. Como un mantra. Como una defensa que necesitaba con urgencia.

Pero cada noche, las voces volvían. Ya no eran susurros y ahora eran palabras. Frases completas.
Y una voz más grave, más profunda, que parecía venir desde el centro de la casa.

—Te estoy vigilando…
—Eres de nosotros…
—No podrás escapar…

Matilda se tapaba los oídos. Encendía todas las luces y otras veces se dormía con la lámpara del pasillo encendida, con la radio puesta, con la puerta abierta.

Nada funcionaba. Las voces seguían.

A veces la llamaban por su nombre.
A veces reían.
A veces lloraban.

Una noche, se levantó con el corazón acelerado.
Fue al comedor.
La grieta seguía allí.
Más larga.
Más oscura.

«Debes calmarte» pensaba ella.

Así que al día siguiente, fue al pueblo. Compró yeso, espátulas, pintura. No quiso pedir ayuda. No quiso explicar nada, porque sentía que nadie le iba a creer.

Volvió a la casa. Se puso guantes. Y empezó a tapar la grieta.

Mientras lo hacía, sintió que alguien la observaba.
No desde la ventana.
No desde la puerta.
Desde dentro de la pared.

La voz volvió.
Suave.
Casi tierna.

—No sirve de nada…
—Ya estás adentro…

Matilda dejó caer la espátula.
Respiró hondo.
Y siguió tapando.

Matilda respiró al ver a la grieta que estaba cubierta. El yeso había secado bien. Así que Matilda incluso pintó encima, con el mismo tono beige que cubría el resto de la pared. Pero las voces no se fueron.

Al contrario. Se multiplicaron por los siguientes días que vinieron.

Ya no eran susurros lejanos, la llamaban por su nombre, donde a veces parecía que fuera una voz infantil, como jugando a las escondidas.

—Ma-til-da…
—¿Dónde estás?
—Te encontré…

Matilda se tapaba los oídos, incluso trataba de poder dormir con las luces encendidas, pero esto era algo que no la dejaba descansar del todo bien. Así que a veces apagaba todo pero dejaba una música, a veces con la televisión. Pero nada funcionaba, seguía sin tener resultados.

El insomnio se instaló como un huésped cruel y las ojeras se marcaron como sombras permanentes.
Su piel perdió color y su mirada el brillo.

José empezó a notarlo. Pero no como ella esperaba.

—Te ves agotada —le dijo una mañana, mientras revisaban los cultivos—. Déjame ayudarte con la granja. No tienes que hacerlo todo sola.

Matilda se tensó. Él le había dicho eso antes. Pero ahora lo repetía cada día.
La llamaba a cada rato.
Le aparecía sin avisar.
Le preguntaba por todo.

—Estoy bien, José. Puedo manejarlo —respondió, con una sonrisa forzada.

Él la miró con esa expresión que parecía preocupación… pero que se sentía como presión.

—No quiero que te enfermes. A veces pienso que no confías en mí, y somos más que novios, soy tu prometido.

Ella no respondió.
No quería discutir. No quería abrir más grietas, ya le bastaba aquella que la estaba atormentando con esas voces, que ya no sabían si era la realidad o la ficción.

Ortencia y Evangelina empezaron a notar los cambios, así que la llamaban, para saber de ella e incluso la visitaban. Pero Matilda siempre estaba ocupada, distraída y hasta ausente.

Una tarde, Ortencia la encontró en el porche sentada, con la mirada perdida.

—¿Estás bien? —preguntó, con voz suave.

Matilda tardó en responder.

—No duermo. Las voces… siguen.

Evangelina, que había llegado minutos después, se sentó a su lado.

—¿Qué voces?

—Las de la casa. Me llaman. Me buscan. Me dicen que no estoy sola.

Ortencia se miró con Evangelina. Ambas sabían que algo no estaba bien. Pero no sabían cómo ayudarla.

—Chicas, lo siento pero quiero descansar.

Matilda se levantó y entró a la casa, pero cuando cerró la puerta, las voces la recibieron.

—Ma-til-da…
—Ya no puedes escapar…




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